Héctor y yo nos fuimos de vacaciones a Camboriú. No recuerdo en qué situación surgió el plan, pero fue una buena idea. Él me dijo: "Hagámoslo para que te reencuentres con vos mismo". Yo no me pude negar. Allá alquilamos una cabaña sobre un morro. Desde el baño se veía el mar. "Oh", dije, "se ve el mar". Una noche Héctor y yo llevamos los tragos a la playa. Unos muchachos se nos unieron. Eran negros, brillantes, esbeltos. Uno traía un perrito caniche en los brazos, como si fuera un bebé. "Qué es esa maravilla", dijo Héctor. Se acercó, tomó al perrito y dio unos pasos de baile. En ese momento, al verlo así, feliz, a la luz de la luna, con el mar de fondo y un tema de Cristian Castro que cada tanto llegaba como empujado por la brisa, sentí que lo quería. "Te quiero, Héctor". Pero Héctor no me escuchó. Estaba bailando con uno de los negros, casi aplastando al caniche entre sus pectorales. Otro negro me miró y me invitó a bailar. Le dije "No estoy preparado" y, cuando me quise acordar, estaba en el baño de nuestra cabaña, dándole de beber daikiri en la boca al negro. "Te quiero, negro", le dije. "Pero dejémoslo acá". |