Mirá, Mabel. No me vengas con vueltas: o me decís cuál es el obstáculo o me hacés la pastafrola que me prometiste. No puede ser que yo, como tu esposo, me tenga que tragar estas intrigas tuyas. Sos una vieja reumática intrigante, eso es lo que sos. Y mirá cómo me tiembla la voz cuando te lo digo, Mabel, pero con esto te pasaste de la raya. Hace una semana que me venís con cosas raras. Un día que no podés porque no hay azúcar, otro día que te duelen las várices. ¿Me querés decir qué cuernos tiene que ver que te duelan las várices con mi pastafrola, Mabel? Somos grandes, vieja. Si tenés otro tipo que te exige más comida que yo, me cortás las piernas, pero prefiero que me lo digas. No. ¿Entonces qué es? Así que el loro. Así que otra vez es con el loro de mierda ese. Mirá, Mabel, yo te quiero. Pero a veces me dan ganas de mandarte a la reputísima madre que te parió. No llores. Callate. La verdad es que sos una vieja pelotuda, eso sos. ¿Por qué no me decís que no querés que le de pastafrola al loro porque le cae mal? Vos te pensás que yo soy un retardado cavernícola sin corazón, capaz de descomponer al loro a propósito. Estás muy equivocada y me duele en el alma, Mabel. Sabés que lo último que quiere ver un hombre trabajador es al loro de su mujer vomitando. ¿Qué? No, Mabel, ya está. Metete la pastafrola en el orto. |