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Don Pedro vivía solo, junto a sus recuerdos, en una vieja casona de la antigua España. Tuve la suerte de visitar su emblemático habitáculo, días antes de su olvidada muerte. Barbudo, mal oliente y vestido con andrajos, me recibió con un amigable apretón de manos, acompañado de una triste mirada, en ojos que escondían lágrimas perpetuas en su avellanado cuerpo. Hospitalario y atento, me mostro todos los escondidos rincones de su acabado hogar. Caminamos juntos por un largo pasillo decorado con tulipanes marchitos, cuadros de pintores olvidados y candelabros en vilo, iluminado débilmente por un juguetón rayo de sol, que entraba furtivo por uno de los diminutos agujeros del sucio techo, dueño absoluto de las huellas que dejan las enfurecidas lluvias en los fríos días de otoño. Aquel tenebroso pasillo terminaba en una pequeña puerta de madera de color blanco, color de paz. Con una voz gregoriana en un tono que invitaba a la complicidad, Don Pedro me dijo antes de abrir aquella puerta, que en ese cuarto se escondía un valioso tesoro.

Abrió la puerta lentamente, dejando que el agudo sonido que brotaba de las viejas bisagras, perturben el silencio celosamente guardado por las paredes para con nosotros. Los radiantes rayos de sol que entraban por una ventana diáfana, me perturbaron la vista cuando ingrese al misterioso cuarto, ansioso de observar el gran tesoro que guardaba. Vi al rededor y solo pude observar viejos baúles de madera, antiguas fotos familiares, la mayoría a blanco y negro, repisas empolvadas, decoradas con reliquias, cofres y pinturas estropeadas por la luz solar. Le pregunte a Don Pedro, con actitud de haber sido engañado, por los diamantes, las joyas, los zafiros, el dinero y las estatuas de oro, idea vaga que tenia de un tesoro. El me respondió con una burlona risotada diciendo: “todo lo que ves a tu alrededor es mi hermoso tesoro.” Esa frase me hizo comprender que su gran tesoro eran sus recuerdos.

Don Pedro se sentó en una antigua mecedora, que crujía cada vez que se recostaba para obtener una posición más placentera. Junto a la mecedora, había una mesa repleta de tragos, muy finos la cual parecía recibir un trato diario, debido a su extremada limpieza. Con un diminuto cerillo, Don Pedro encendió su pipa, y mirando al bosque que se escondía detrás de las sucias y rajadas ventanas de la habitación, me invito a tomar asiento. Encontré una vieja silla, empolvada y cubierta de telarañas, en un rincón oscuro de la habitación. Con mi pañuelo de toda la vida, trate de eliminar las pegajosas telarañas que se adueñaron ilícitamente de tan fina madera, y jale la silla para sentarme junto a él. Respetuosamente, Don Pedro me ofreció un trago. Viéndome obligado a no contradecir con la generosa intención de tan amable ser, acepte un whiskey.

Don Pedro fumaba su pipa y sosteniendo su whiskey en la mano, sin mirarme a los ojos, me relato su triste historia con ese aire melancólico alcohólico que hacía de él, un hombre muy interesante. Me conto que había servido a su nación en varias ocasiones. El amaba a su patria y no veía el ser militar como un trabajo, si no como una obligación patriota de defender el país que uno ama. Durante esas absurdas guerras, Don Pedro conoció a Priscila, una encantadora y bella mujer, con la quien se caso años mas tarde de haber recibido el cargo de sargento de la armada nacional. El haber ascendido de puesto le permitió formar un bello hogar, fruto de tal logro, nacieron sus dos hijos, Javier y Verónica. Las cosas en la familia iban de maravilla, viajaban siempre juntos cenaban todas las noches en casa y a veces en restaurantes de lujo, eran los clientes más queridos del teatro local, su linaje era una de los más envidiados en su círculo social.

Aquella envidiada felicidad fue repentinamente estropeada, el día en que el gobierno español decido entrar nuevamente en guerra. Esta vez Don Pedro estaba un poco asustado. El ya no era un muchachito rebelde de veinte años sin temor alguno, con ganas acezantes de luchar por su patria. El era un jefe de familia, responsable por sus hijos y su esposa, temeroso de no verlos nunca más. Su puesto de sargento lo traiciono, e hizo que esté presente en el sangriento campo de batalla para con vigorosidad, luché por su patria. Con lágrimas en sus ojos, que añoraban un pronto regreso y con un beso que supo a despedida, Don Pedro partió hacia el medio oriente para defender los intereses de su amada patria. En los diez meses de batalla, el siempre le escribió cartas a su fiel esposa, pero nunca recibió una de ella. Mirando a la luna, a veces le echaba culpa al tardío correo, otras veces pensaba que ella ya lo había olvidado pero de lo único que tenía la certeza, era que esa incertidumbre lo estaba convirtiendo “en un loco de guerra.”

Pasaron los diez meses más largos de su vida y regresó sano y salvo a casa, ansioso de obtener noticias de sus adorados hijos y de su amada mujer. Con dolor, Don Pedro observaba los carteles en los que la gente escribía con orgullo los nombres de sus héroes, o soldados, que defendieron con valor la emblemática España. Ninguno de estos llevaba su nombre. Los abrazos y besos, que los familiares de soldados repartían sin pudor a la llega de sus seres queridos le hicieron llorar, ya que no encontró a ningún familiar suyo en aquella fiesta, carnaval de reencuentro. Asustado y con una preocupación creciente tomo un taxi y se dirigió a su hogar, pensando lo peor.

El olor a guardado que emanaba de su casa, despertó una gran preocupación en el. Busco alocadamente por todos los rincones de su oscuro hogar a sus hijos y a su mujer pero no encontró rastros de ellos, es mas parecía que nadie había habitado la casa en los diez meses que el sargento estuvo en guerra. En lagrimas y agotado de haber caminado cada espacio de su hogar, se dirigió a la sala en busca de un trago. Busco entre los cajones de una lujosa vitrina la bebida necesaria para calmar su dolorosa pena pero en vez de encontrar licor, Don Pedro hallo un misterioso cofre de color café con decorados de oro en forma de cisnes, un cofre que le pareció haber visto antes en la casa de su odiosa vecina. Con un miedo infinito, plasmado en sus temblorosas manos abrió el misterioso cofre. Cuando describió su contenido, no pudo salir de su asombro. Había encontrado todas las cartas que le había mandado a su esposa en los diez meses que lucho por su patria.

Esas cartas sin abrir fueron suficientes para que Don Pedro sospeche de la muerte de sus hijos y su esposa. Tristemente esas sospechas fueron confirmadas por la vecina de enfrente. Ella le relato con exactitud lo que había sucedido con su familia. Doña Graciela le conto que un día después, de su partida al frente de batalla, unos hombres vestidos de civiles habían entrado a su casa, secuestrando violentamente a sus hijos y a su esposa. Días después del secuestro un noticiero local confirmo el asesinato de Priscila, Javier y Verónica. Don Pedro, con rabia que se mezclaba con su sangre, no quiso creer en las escalofriantes palabras de su vecina, la juzgo de mentirosa y embustera, pero cuando leyó la noticia en un periódico recortado, no pudo hacer otra cosa más que abrazar a doña Graciela. Enfurecido por tan asqueroso acto, rompió el malévolo periódico que le confirmo la muerte de sus seres queridos, en diminutos pedazos y se fue caminando con paso firme, paso de militar de la casa de su vecina.

Llego encolerizado a su hogar y cansado de haber sido atacado por tan terrible noticia, decidió sentarse en un sillón a pensar, para luego quedarse profundamente dormido. Al despertar pensó en cobrar venganza, quiso buscar a los infames asesinos de su hermosa familia, pero encontró un mejor refugio y más placentero en botellas de licor. Resignado a no ver nunca más a los seres que sinceramente amo con toda su alma por muchos años, reunió todo objeto que le recordase a su maja familia, en un cuarto con una hermosa vista a un bosque vasto y misterioso. Decidió desde ese día olvidarse de su puesto en las fuerzas armadas, quiso borrarse del mundo encerrándose todas las tardes, como un mito, en ese cuarto repleto de recuerdos, algunos tristes, algunos alegres.

Sentí un aire frio que descendió desde mi cabeza hasta la punta de mis pies. Quede impresionado, alelado, pasmado, inerme ante su doloroso y a la vez dulce relato. Jamás imagine que en el mundo existiese un hombre como Don Pedro, lleno de amor por la vida pero acabado por sus recuerdos melancólicos de su adorada familia. El me comento que le hacía bien el encerraste vespertinamente en esa habitación, comentario que sentí triste y melancólico. Don Pedro había acabado con su vida el día que regreso de la batalla. Amó tanto a su esposa y a sus hijos que decidió seguir con ellos, aunque ya no estén presentes continuo sintiendo su presencia a través de sus recuerdos; Leyendo las cartas que su amada Priscila le escribió furtivamente en su floreciente adolescencia, transcribiendo a máquina los románticos poemas que el sargento le escribía a luz de la luna a su mujer en días de combate, revisando fotos antiguas de paseos a playas y a visitas familiares, limpiando esporádicamente los atavíos exhibidos en las lujosas vitrinas que adornaron por mucho tiempo su elegante sala, admirando el arte de su compañera amorosa en sus bellas pinturas y tratando de terminar las que dejo a medias. Don Pedro pensó que así vivía mejor, en el recordado pasado, en una lágrima melancólica, en una amarga copa de licor. Pero sus dientes amarillentos y su cabellera grisácea decía lo contrario.

Esa tarde aprendí mucho de la vida, me dio una enseñanza invaluable, una lección que nunca me la dieron en el colegio. No podemos vivir en el pasado junto a un recuerdo, tampoco podemos vivir en el futuro con ilusiones ilusas, debemos de centrar nuestra vida en el presente, disfrutando cada segundo nuestros días. Solo así podremos vivir eternamente.

El reloj marco las ocho de la noche, anunciando mi partida. Me despedí con un abrazo fraternal y le prometí a Don Pedro volver al día siguiente para sacarlo a pasear un rato al parque y tomar un café en una cafetería cercana. Acepto alegremente mi invitación y prometió asearse y estar puntual a las cinco de la tarde listo para el prometedor paseo. Al llegar a casa no pude dormir pensando en todas las solitarias tardes que Don Pedro pasó encerrado en ese cuarto con paredes pintadas de un azul melancólico que reflejaban el estado entristecido y acabado de su abandonada alma.

Amanecí ansioso y contento por el futuro encuentro con Don Pedro, encuentro que nunca se llego a realizar, ya que lo encontré sentado, sin respirar, con los ojos abiertos en su ruidosa mecedora, con su pipa en su pronunciada barriga y con el vaso de whiskey derramado en el sucio piso de madera. No pude contener mi llanto al ver tan triste imagen. Quise llamar a la policía pero sabía que sería inútil, su cuerpo no mostraba lesiones, su muerte había sido natural. Decidí entonces tapar su última mirada con una sabana atigrada, limpie el whiskey derramado en el piso y lo deje encerrado, en su habitación de recuerdos, en donde él fue melancólicamente feliz, en su sosegado pero triste rincón.

A la memoria de Don Pedro (1920-2003)

Texto agregado el 08-11-2008, y leído por 73 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
11-11-2008 wow!! la verdad es que no habia tenido tiempo de comentarte este.. es un relato lleno de melancolía mis ***** =D slygirl
 
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