“Questa sera spirerà...
Sotto i pini del boschetto”
Lorenzo da Ponte, Sull’aria… Che soave zeffiretto
Las bodas de Fígaro de Mozart
“Esta exuberante vegetación, esta libertad (pensaba complicado), no hacen más que recordarme mi mortandad, hasta el punto que mis días son una interminable espera de la vejez”.
Andrés Caicedo, Angelitos empantanados
Entonces le dolió. A mucha gente le dolía, era casi normal. Se metió en la ducha y como siempre se aplicó el champú con delicadeza, con parsimonia, como cuando andaba de compras. En el mercado la fastidiaban porque siempre pinchaba los aguacates, podía sentir (decía ella) cada una de las estaciones en la cosecha de aquellas frutas, palpaba con sus manos despacio y, decían algunos, cuando nadie la estaba observando, hablaba con las verduras, alegando que estas tenían personalidad. Cerró la ducha y pasó con suavidad los dedos enjabonados por entre sus pies, el jabón le producía cosquilleos y ¡como los disfrutaba!
Casi eran las 9, llevaba una hora en la ducha, las arrugas en sus dedos eran ajenas a ella, no las veía, eran como el segundero de un reloj. Se adormecía con los chorros de agua fría y se despertaba con intermitencia para volver a embrollarse en el placer y caer de nuevo en el sopor del agua. Salió resoplando, pero no como después de subir una colina, más bien bufaba pensando en gotas y gotas sobre su espalda desnuda. Se miró en el espejo y naturalmente lo vio en su frente. Ahora no era más que un puntito verde, pero no faltaba mucho, ya le dolían los brazos y tenía mucha sed.
Las bodas de Fígaro eran su LP favorito. No tenía ni idea de italiano, pero sentía que se asemejaba mucho a la lengua que ahora tendría que aprender. Se paseo desnuda por la habitación con la fuerte luz amarilla de esa mañana, que entraba por los ventanales de su apartamento, acariciándola. El rose del sol le hinchaba la piel de un dulce aroma que le recordaba los paseos con su madre por el parque.
El viejo reproductor de vinilos reproducía ahora el dueto sull’aria. Se tomó de la mano de la vieja por un instante y salió a caminar, se alivianaba el peso de los años y de repente estaba ligera, con 4 años en la espalda haciéndole cosquillas, riendo de nada y por todo. Eran paseos verdes esos de su niñez, la cruel nostalgia solo la hacia sonreír. La vida había sido buena con ella. Pensaba con regularidad en el cotidiano bogotano, nadie podía tener lo que ella había tenido. No existía otra habitación donde el sol pudiera sentirse tan cerca y sin embargo tan gentil. Mozart no podía bailar en otros oídos con tanta gracia como en los suyos, nada podía ser igual y por lo tanto todo era mísero a su alrededor.
Se encontró frente a frente con el espejo. No era vanidosa, para nada, pero no podía dejar de inquietarse con su ombligo. Se preguntaba que podría ser de esa hermosa hondonada después de esa noche. Tal vez pudiera albergar copetones o ardillas “¿quién sabe?” Se vistió como acariciándose.
A las 11:40 salió por fin del apartamento. Había tenido tiempo de sobra para consentirse, el resto del día le aguardaba con fuertes brisas. Caminó desprevenida hasta la carrera séptima y esperó el transporte en el paradero. Iba camino al sur. Una pareja se besaba a su lado. ¡Qué belleza! La forma en que algunos se aman (pensaba) es fascinante. Verdes resplandores en sus ojos. Ah, ¡cómo es de corto un día cuando uno tiene afán!
Después de 20 minutos de recorrido, se bajó por fin del tiesto y caminó desde la 53 hasta la 45. Cuando llegó, llamó a la puerta con un cadencioso golpeteo.
***
“MIIIIISSTEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEERRRRR MOONLIGHT!!!” gritaba él en la ducha. Sus cantos desgarrados siempre retumbaban en las paredes de los vecinos, algunos dejaban flores en la puerta del departamento. Él no sabía si lo admiraban o lo amenazaban con prepararle un velorio. Siempre salía mojado del baño, goteando por todas partes, se entretenía recogiendo las flores de la puerta y llevándolas hasta la cocina. Allí con sumo cuidado apretaba los tallos y los recortaba para meter las flores en el jarrón.
Las observaba por varios minutos después de ponerlas en el comedor, cerca de la entrada. Después se sentaba, peinaba cada una con los dedos, ligeramente, como si tuvieran vida. Las acicalaba por horas y horas y al final, cuando ya estaba seco y empezaba a sentir frío, se levantaba, caminaba casi bailando hasta la recamara, se metía entre unos jeans apretados, se forzaba la camiseta y tarareaba algunas cuantas canciones mientras acomodaba su abundante y oscura cabellera rizada por encima de las orejas.
No se cansaba de repetir estribillos del Álbum blanco o de vez en cuando de El rey del trombón, dependía del día claro esta, a veces había ánimos de Hendrix (más cuando, muy desprevenido, el sol le encontraba la nuca y ¡paf!) pero con buen viento se retuercen los riffs de guitarra y terminaba escuchando pianos crudos a lo Mingus.
Cuando estuvo listo, caminó de nuevo hasta la sala y se quedó viendo las flores por una hora más. Sintió comezón en las manos, quería sentarse a peinarlas otra vez, pero otras dos horas era mucho, tenía que controlarse. Para su fortuna, a eso de las 12:20 golpearon a la puerta. Caminó hasta las flores. Puso especial énfasis en modelarlas de modo que fueran muy llamativas para quien entrara. 2, 3, y 4 minutos más y nuevamente golpes en la puerta. “¡Va, ya va!” contestó. El aire se apoderó de la pequeña casa cuando abrió la puerta, las flores también lo sintieron. Sonrió cuando la vio parada allí con su pantalón verde limón y su camisita blanca a lo cielo 6:00am.
***
Las flores la miraron a los ojos cuando entró, ella les devolvió la mirada. Sintió que se burlaban del puntito verde en su frente. Se tocó. Se había agrandado. Ni más ni menos mirarse en el espejito de la entrada, se tapó la frente con una mano y con la otra le hizo un gesto amable al loco. Él le dio un fuerte abrazo y le rogó que no se molestase con las plantas. “Los ojos de algunas flores son tan fuertes que te encandelillan de emoción” dijo él.
Al poco rato salieron los dos a la calle, se unieron a la bulliciosa marcha que pasaba por la carrera séptima. Gritaron y se instalaron delante de la manifestación, todos los miraban con respeto, a ella por eso del puntito verde. Caminó con paso firme hasta el parque Nacional junto al loco. Algunos rezagados se tendieron en el pasto y pronto los puntitos verdes les llenaron la cara, echaron raíces y no pudieron moverse más. El suyo le dolió, cerró los ojos y se concentró en los gritos de los protestantes. El loco le canturreo al oído Happiness is a warm gun, ella le sonrió y continuó caminando.
Se aparecieron unos cuantos vigilantes en la 26, y más al sur, en la 19, la calle estaba bloqueada por la policía. La turba de gente corrió hacia los vigilantes, a lo que los tanques antimotines empezaron a disparar agua. Se le arremolinó el estomago, corrió hasta una esquina y se puso a cubierta junto al loco que tarareaba incoherente e improvisado ¿jazz? Escuchó disparos. Se le llenaron los oídos de silencio, veía pasar las hojas secas por el suelo en abundancia, confundidas con restos de humo, y algunas esquirlas de palabras. Al asomar un ojo descubrió que muchos todavía se enfrentaban a la policía sin importar las repentinas explosiones en sus cuerpos, la lluvia de hojas en que se convertían. Las imágenes le infundieron ánimos y los oídos se le llenaron de Mozart una vez más.
Cuando se encontraba meditabunda se le angustiaban los oídos, se le ponían rabiosos. Se diría que en ese estado uno echaría espuma (si por caso fuera la boca), pero con los oídos era diferente, era como dibujar gritos en la memoria. Sinfonías inconclusas que repiquetean con fuerza sin permitir la concentración, canciones cuyos eternos, cadenciosos y complicados estribillos se convertían de pronto en sencillos y alentadores mantras, etéreos, sí, pero desesperados.
Las piernas le dieron empuje, la calle fue agua bajo sus pies y la sed que la atormentaba comenzó a ahogarse, dejo la esquina a zancadas y corrió entre los manifestantes, algunos que gritaban, otros a los que se los llevaba el viento. Tubo que precipitarse hacia delante, se lanzó al suelo y anduvo en cuatro. En un momento pudo escabullirse con rapidez entre los policías gracias a los manifestantes que la protegían. Se levantó y apresuró el paso camino hacia el palacio. Sintió removerse las hojas atrás de su cabello.
***
Tras la esquina, el loco vio como se agitaban las hojas en el suelo. El viento se llevaba la tarde como tantas veces. Todos, los que continuaban el aquelarre y los caídos, estaban ya borrachos de sol. Ella ya no estaba y él se rezagaba para ver caer la hojas. Le brotaron lágrimas cuando pensó en las flores que descansaban en su casa, tan lejanas de aquel espectáculo, doloroso y a la vez lisonjero, una imagen majestuosa que se rendía a sus pies, como las miles de batallas por la libertad que colgaban de las paredes de algunos museos.
Se le antojó visceral la sensación, por lo que tubo que cerrar los ojos para ponerse en sintonía con sus pensamientos. Poco a poco le retumbaron nuevas melodías en la cabeza y supo que podía continuar caminando. ¿A dónde habría ido ella, fugazmente su amiga, fugazmente su sueño? Sabía que ella correría hasta el final (o hasta que se lo permitiera el puntito verde) porque le gustaba el sabor que dejaba la libertad y la consecuente sensación en la tripa. Así como ¡splash! y te sientes de golpe victorioso.
Miró abajo por la calle que se encontraba cerrada por dos camiones de policía. La única salida era continuar por la séptima al sur, como había hecho ella, y sortear los antimotines, policías y demás manifestantes, o bien, volver al lado de sus flores en la salita sobre el comedor.
Caminó despacioso y puesto a cubierta, atrás y adelante, evitando la turba, el bolillo, el agua, piedras, balas y desde hacia unos minutos, los gases. Algunos ya se pasaban por encima de la policía, pero muchos otros ya habían quedado plantados. No fue tan difícil, una vez que los miles se aventaron sobre los vigilantes y policías, aún así recibió golpes y también el viento le atravesó.
Corrió con paso torpe, tambaleante, la desesperación se quedaba atrás suyo. Adelante una calle vacía y sus gritos, más veloces que él, se abrían paso buscándola. Con andar desmayado y soñador, llegó hasta la plaza principal en la 11. Allí la encontró, cansada, tirada junto a la estatua de Bolívar, con la mano en la frente, los ojos llorosos y una sonrisa, de esas que se pintan más en el cuerpo que en la boca.
***
No podía más, le dolía demasiado la frente y el puntito verde ya no era un “puntito”, había escalado los peldaños hacia la grandeza en cuestión de media hora. ¿Y qué? Igual estaba feliz, ya se le abría el pecho y se empapaba toda de sol y de la bella tarde. El jolgorio que había dejado atrás pronto volvió a sentirse cerca. La manifestación había traspasado a los policías, pero no paraban los tiros. El frescor de las hojas estaba cada vez más cerca y el aire era cada vez más dulce.
Siempre imaginó, gracias a la delicia moderna del cliché, que todos los recuerdos se pasarían por la mente en esos instantes y la verdad no quería eso. Ya había escuchado a Mozart toda la mañana, con lo que se desertaban los jardines de su infancia, las caricias de su madre y las sutiles, escasas y hermosas lluvias que de repente se colaban en verano. Ahora no quería tener nostalgias, así que se decidió por una canción neutral, una más cercana a la esencia que la embargaba… ¿Charly García tal vez?
En esas se apareció el loco (con lo que no necesitó más pensar en una canción), con las hojas detrás y un fuerte aire pasándole. No pudo evitar que se le aguaran los ojos. Él tirado ahí a sus pies y ella tan dichosa. Las flores que descansaban en la casa debían de estar pensando también en el hermoso hombre qué había sido.
Lo miró detenidamente y en minutos pasaron horas. La turba y los policías ya llegaban a la plaza. A él se le secaron los labios en una sonrisa. El loco había quedado plantado allí, a sus pies.
Las ganas se le abrieron, estaba contenta, aunque las lágrimas casi la ahogaban. Se arremolinaron hojas a su alrededor. Hojas que todavía tarareaban como su dueño. Los manifestantes se agolparon frente a ella y la policía se detuvo en seco al llegar a la plaza, ya era tarde, ya estaba plantada. Abrió los brazos y se le anchó la cintura. Pensó en todo mientras se le aguaban los pensamientos y caían sobre los demás. Cuando no pudo mover más los dedos pegó un berrido y se alzó por encima del aquelarre. Pudo ver infinidad de cabezas, todas contemplándola, observándola pacientemente.
Cuando sacaba su última sonrisa de cara al sol, sintió un profundo dolor en su antigua frente. Entonces le estalló el puntito verde. |