1
- Papá... ¿Sos vos?
El celular se le escurrió entre los dedos y rebotó en la alfombrita de goma. Diego irguió la cabeza y sólo encontró su expresión de sorpresa en el espejo. No había nadie más en la asfixiante caja de 1,30 de lado. Apenas la señal mortecina del tablero y un fluorescente en permanente agonía. Pero la voz, la pregunta, el ruego de la nena, había sido demasiado nítido. De pronto la cabeza le pesaba toneladas y sintió que un hilo de sangre se le colaba entre los labios. Se tocó la nariz, recostando la espalda sobre el aluminio sucio, y la mano era un manchón carmesí.
El ascensor frenó en seco, con el habitual chirrido de las poleas desgastadas, y Diego salió a los tropezones, golpeándose el hombro contra una puerta. Aterrizó en el hall, jadeante, aferrado a sus rodillas, la mirada clavada en la cabina. La señal del mensaje de texto volvió a sacudirlo; además del ringtone sonaba el vibrador y el teléfono daba cómicos saltitos. Lo capturó de un manotazo y, con los párpados más apretados que nunca, cerró las compuertas con violencia.
- Amor... ¿Qué pasó?
- Alguien me habló en el ascensor.
Refugiado en la cocina del departamento, Diego intentó poner las cosas en orden. No estaba de humor para que su novia lo acribillara a preguntas. Y menos para que se burlara de él. Estaba claro: había escuchado una voz al momento de pasar por el cuarto piso. Del palier, seguramente. Y por alguna razón se había amplificado hasta convencerlo de que era tan cercana. Tomó un largo trago de agua mineral y se congratuló porque la sien había dejado de latirle.
- Amor, estás lleno de sangre.
La afirmación, alarmada, lo volvió a la realidad.
- Se me debe haber reventado un vaso, voy a lavarme.
- ¿Qué pasó? Decime la verdad... ¿Estás bien?
- Sí, fue un susto, nada más.
Se metió al baño y, mientras abría la canilla, se miró en el espejito del boquitín. Las manchas rojizas, esparcidas por las mejillas y el mentón, le habían salpicado la camisa. Le retumbaba en los oídos la súplica de la nena. Era tan real...
- ¿Vas a ver el mensaje de texto?
- Ah, sí.
Ella extendió el aparato, teñido por luces azules que se prendían y apagaban, reclamando una pronta lectura, y cuando Diego miró la pantalla volvió a sentir que el mundo daba vueltas. Sólo tres palabras.
- Papá... ¿Sos vos?
2
Tres ascensores para 17 pisos. Ocho departamentos por planta. Más que un edificio era una pequeña ciudad, atestada de vecinos que intercambiaban saludos de compromiso, chismosos que husmeaban historias e infinidad de rostros desconocidos. Siempre de paso. La construcción no era vieja, pero se había deteriorado tanto como la disciplina de los porteros. Había demasiada basura debajo de las alfombras. Y muchos secretos.
Fermín tenía siete años y el absoluto convencimiento de que no debía subirse solo al ascensor del medio. El más lento. Una vez había sentido dedos invisibles que le rozaban una mejilla; otra, un susurro indescifrable. Pero a Fermín más lo atormentaba la tristeza que le transmitía cada viaje en el paquebote traqueteante. En esa minúscula celda le surgía el recuerdo de su abuelito, una figura destrozada por la artrosis que intentaba acariciarlo con una garra repulsiva.
Esa mañana, Fermín pasó a toda velocidad por el hall y, de reojo, vio a uno de los porteros limpiando frenéticamente el espejo maldito. Aceleró y se internó en la escalera, hasta desaparecer en un suspiro.
- ¿Qué pasa, Rubén?
- Esta vez se pasaron... Enchastraron todo, señora. Es un desastre.
- ¿Cómo que esta vez?
- Ya me cansé de limpiar este ascensor. Viven llenándolo de mugre y escribiendo cosas.
- ¿Qué cosas?
- Y... cosas raras. En el espejo. Y escriben con los dedos. Pase, mire.
La mujer se asomó y leyó MI PAPA. El trazo de las mayúsculas era irregular y se notaban las manchas a la vuelta. Huellitas de un rojo intenso.
- Eso es sangre seca, Rubén.
- Sí, acá no faltan los sucios que se creen graciosos. Siempre lo mismo.
- ¿Sospecha de alguien?
- Esos deditos...
- Sí, pero esto no parece cosa de chicos.
En ese momento el fluorescente parpadeó dos, tres veces, y la cabina quedó a oscuras. La lámpara del palier apenas proyectaba un tenue rayo de claridad, suficiente para que la vecina, de un salto, buscara refugio fuera del ascensor. Las compuertas se sellaron con un chasquido metálico y el portero tanteó el tablero en la penumbra. Una mano pequeñita, fría como el mármol en invierno, le atenazó el antebrazo y lo sometió a tirones casi salvajes.
- ¡Llevame, papá, llevame!, reclamó la niña.
El portero intentó forcejear, mientras desde el estomágo le subía un líquido quemante. Dejó de luchar, ahogado por el terror y por su vómito. Cayó de rodillas y la manito aflojó la presión.
- Vos no sos mi papá... ¿El dónde está?-, le preguntó una vocecita quebrada por las lágrimas.
El corazón de Rubén dijo basta. Fue la primera víctima de Belén.
3
No era fácil meter el cochecito en un espacio tan reducido. Nahuel había estado particularmente alegre durante la mañana. Se reía a los gritos, feliz con su sonajero reluciente, cruzado por un arco iris. El enterito color crema, inmaculado, era la delicia de la dueña del almacén. Después del paseo al sol, el bebé estaba listo para su baño previo al almuerzo. Así que entró al ascensor dando grititos, mientras su mamá lidiaba con la bolsa de las compras y con las ruedas que se atascaban con el borde de la alfombra.
Ella pulsó el botón del 11 y se concentró en una arruguita que le había parecido sobre la nariz. Ni siquiera notó que Nahuel se había callado. Belén apoyó los brazos en los bordes del coche y miró fijamente al bebé. Lo taladró con sus enormes ojos color avellana, le succionó la alegría y, simplemente, le dijo:
- Vos querés venir conmigo, ¿no?
Nahuel se sacudió un poco y gimió. El sonajero se deslizó por un costado y cayó en cámara lenta sobre el pie de la mujer. Su hijo se sacudía en el coche, mientras los oídos le sangraban. La piel del nene se había puesto violácea y el enterito se tiñó de púrpura. Cuando ella lo levantó, Nahuel pareció reaccionar. Miró fijamente a su mamá y abrió la boca.
- Nos vamos, nenito-, anunció Belén con acento cantarín.
Nahuel murió antes de llegar al piso 11.
4
Son ojos de animé, se le ocurrió a Sandra. Eran enormes, vidriosos y arrolladoramente expresivos. Incisivos. Capaces de penetrar a las profundidades de cualquier espíritu para descubrir sus miserias y arrastrarlas a una oscuridad distinta. La mirada de Belén era una puñalada venenosa, atroz.
Es hermosa, se convenció Sandra. La nena llevaba el pelo -negrísimo- prolijamente recogido con una cinta blanca. El sencillo vestido verde le descubría los brazos y el pecho, coronado por un reluciente dije color perla. Usaba medias blancas -con puntillas, notó Sandra- y zapatos marrones. La piel de Belén era una maravilla de porcelana, tan delicada.
La mente analítica de Sandra funcionaba a toda velocidad. Mecánicamente, se había enfocado en la niña, en un formidable ejercicio de negación. Porque se había materializado de la nada, en una milésima de segundo, frente a ella. En absoluto silencio, mirándola con un fanatismo hipnótico.
De pronto, Belén habló.
- Te odio-, le espetó.
La autopsia reveló que Sandra había muerto a causa de una súbita y devastadora implosión de su estomágo, su esófago, sus intestinos.
- No fue agradable-, se limitó a apuntar el forense.
5
Subieron juntos al ascensor, como todos los martes. El leía distraídamente la solapa de un gigantesco volumen de tapas duras. Lo cargaba como una pluma. Ella apretó el botón del séptimo, tosió y tanteó la cartera, cerciorándose de que la billetera estaba allí. El viaje culminó sin incidentes. A decir verdad, ni el profesor Emilio Dorfer ni su hija sintieron nada raro en ese ascensor. Nunca.
6
- ¿A qué piso vas?
- Al último.
- ¿Si? Yo también. ¿En qué departamento vivís?
- ...
- ¿Cómo te llamás?
- Belén.
- Nunca te había visto por acá.
- Busco a mi papá.
- ¿Tu papá?
- Sí, mi papá.
- ¿Y cómo se llama?
- Lucio. ¿Vos lo conocés?
- ¿Lucio cuánto? No me suena.
- Mi papá es muy alto.
- ¿Si?
- Y tiene barba.
- Me parece que no lo conozco.
- ...
- ...
- Vos te vas a morir.
- ¿Qué?
- Que te vas a morir. Te va a agarrar una enfermedad, te va a doler mucho la cabeza y después te vas a morir.
- ¿Qué te pasa, nena? ¿Estás loca?
- Primero se va a morir tu esposa. Y después te vas a morir vos.
- Mirá, mejor callate...
- Te va a doler muuuuucho la cabeza.
- Terminá, basta.
- ¿Te querés morir ahora? Yo te ayudo.
El ingeniero César Robin, empapado por un sudor helado, el cuerpo invadido por temblores que nunca había imaginado posibles, se estrujó en un ángulo del ascensor y se dejó caer lentamente. Belén se limitó a mirarlo, impasible, y antes de esfumarse comentó:
- No sabés lo que te va a pasar. Me hubieras hecho caso.
7
A Darío González, plomero de profesión, se le cayó una caja de herramientas y le fracturó cuatro dedos de un pie. Siempre aseguró que había escuchado una voz en el ascensor.
Fermín, finalmente, vio a Belén. Ella lo observaba con un poco de curiosidad, mientras él escondía la cabeza en los pliegues del sobretodo de su papá. Salió ileso.
Margarita, la administradora del edificio, sufrió un violento ataque de asma mientras se dirigía a la terraza. El ascensor, súbitamente, cambió de velocidad. Ella se ahogó, el cuello oprimido por una soga intangible, los pulmones reducidos a dos fuelles comprimidos al máximo, incapaces de expandirse porque el oxígeno vital había decidido esquivarlos. Con las rodillas en el piso, vio una nena de vestido verde, bellísima y melancólica. Y la escuchó cantar. La crisis se llevó la vida de Margarita.
Don Osvaldo era el decano del edificio. Su admirable salud de roble, 97 años de plena vitalidad, quedó triturada cuando Belén le habló al oído. El jamás confesó la naturaleza de ese mensaje. Murió de pena, 10 días después.
El fluorescente se quemó cuatro veces en dos semanas. El motor funcionaba de a ratos; con arrestos de entusiasmo seguidos por inexplicables depresiones. Mario Díaz, el técnico capaz de hacer milagros con esas carcazas corcoveantes, se sumergió en el pozo y murió aplastado cuando el ascensor cobró vida y se desplomó furiosamente.
A veces, Belén reía. A veces cantaba. Por momentos se quedaba arrobada frente al espejo, la cabeza un poco ladeada, acariciándose el pelo. Esperando compañía.
8
Traspasó el hall con paso cansino, despreocupado. Pero era demasiado imponente como para pasar inadvertido. Por su altura, por la barba espesa, los anteojos de marco grueso y las gastadísimas zapatillas negras. Era flaco, anguloso, huesudo. Llevaba los botones superiores de la camisa desprendidos, y por allí asomaba una maraña negra.
- ¡Qué peludo!-, pensó la vendedora de planes de ahorro que lo cruzó en la mitad del palier.
El fue directamente al ascensor del medio, y cuando se abrió la compuerta Belén se arrojó en sus brazos. La levantó, la hizo girar y le estampó un sonoro beso en la mejilla. Ella, pura felicidad, le tironeó las patillas. Se miraron un largo rato. Profundamente.
- Sos traviesa, ¿eh, Belén?
- ¿Nos vamos papá?
- Nos vamos. Hay que buscar a tus hermanos.
- ¿Y después qué hacemos?
- Y... No sé... ¿Querés que te deje unos días en otra parte?
- Mmmm... Puede ser, ¿no?
- ¿Y dónde te gustaría?
- ¿Qué te parece un jardín de infantes?
Por primera vez en esa tarde, el diablo se rió con ganas.
www.holdencaulfield08.blogspot.com
|