Maldita perra
Me desperté bañado en sudor al grito de ¡Maldita perra! Lía se inquietó con mi grito y saltó como un resorte de la cama. Miré el reloj buscando un consuelo que nunca encontré. Las tres de la mañana. La noche se maquillaba como una larga y silenciosa promesa.
Me levanté fastidiado, y a oscuras me dirigí hacia la cocina. Detrás de mí sonaban los pasos de Lía contra el piso de madera. Me di vuelta y le grité: ¡Podés parar con ese ruido de mierda! Quedó congelada, y por lo visto entendió… Los dos metros que faltaban para cruzar el comedor apenas pude escucharla.
Prendí la luz de la cocina con la idea de cebarme unos amargos para pasar la noche. El milagro de la luz me permitió tomar conciencia del desastre doméstico en que se había convertido mi vida: goteaban en el piso un par de cajas de vino barato que nunca llegaron al tacho de basura, el líquido derramado de los vasos había dejado su huella sobre la mesa de madera, platos sucios con restos de comida podrida hacían el festín de varias moscas; en el fondo de la cacerola vacía, un tallarín reseco y estirado. No hacía una semana de la fuga de la maldita perra y el olor acre del abandono invadía mi existencia.
Puse a calentar el agua e inicié la búsqueda de la bombilla, si quería encontrarla debía ensuciarme las manos. Comencé por revolver, sin éxito, la montaña de platos y vasos sucios. Percibí la mirada de Lía que seguía con atención y nerviosismo todos mis movimientos. ¡No me mirés así, hoy no estoy borracho! –Le volví a gritar-. Asustada, bajó los ojos y dio vuelta la cara.
Abrí el cajón de los cubiertos y metí la mano hasta el fondo decidido a encontrar la puta bombilla. Sentí un contacto liviano y veloz por encima de mis dedos, un segundo después una enorme cucaracha saltaba del cajón y emprendía su huida por el borde de la mesada. ¡Hija de puta! -grité- ¡Hija de puta! Alcancé a manotear una cuchara y se la arrojé. No le pegué de lleno, pero el roce de la cuchara le hizo perder el equilibrio y caer al piso. Apenas alcancé a levantar mi pie cuando se repuso de la caída y buscó refugio debajo de la cocina. Quedé impresionado por la conjugación de velocidad y sigilo de ese montón de patas. Toda una escena y lo único que interrumpió el silencio nocturno fueron mis puteadas y el golpe de la cuchara; el insecto, como si nunca hubiera existido.
A pesar del desagradable incidente experimenté por primera vez en muchos días una especie de paz o, en todo caso, algo de tranquilidad. Estaba despabilado, sobrio, y me disponía a tomar unos buenos amargos. Lía, que no dejaba de mirarme con sus ojazos marrones, pareció intuir mi cambio de humor y se acercó con la cabeza gacha hasta los pies de la silla. Dispuesto a subsanar el mal trato a que la tenía sometida desde que la otra se fugó, comencé a hablarle tratando de moderar el tono de mi voz. Sabés Lía, –le dije- ahora que lo pienso bien, en verdad ella no se comportó como una maldita perra. Porque vos no te fuiste, vos estás acá. En cambio, ella sí, ella se fugó, dejando una carta que nada explica. Ella se fugó mientras yo dormía. Y ahora lo veo claro, Lía. Puedo imaginarme sus patitas sigilosas moviéndose a gran velocidad sobre el piso de madera. Puedo imaginarla, artera, vigilando mi sueño. Y más, puedo…
De repente, por debajo de la cocina asomaron dos antenas. Contuve la respiración y le hice un gesto con mi dedo a Lía, indicándole silencio. Luego de unos segundos de duda, la cucaracha emprendió su carrera justo en dirección a mi pie. En un acto casi reflejo la atrapé bajo mi zapatilla. Te tengo –pensé-. Te tengo, maldita. Con una leve presión de mi pierna le saqué al animalito un crujido suave. La miré a Lía y le dije, me gusta hacerlas crujir, es una música interesante la que producen estos bichitos cuando se los apura un poco. ¿No te parece, Lía…? Ese crujido seco, casi crocante, me recuerda las tostadas que ella preparaba para el desayuno.Volví a presionar y se pudo escuchar otro sonido, un poco más ahogado que el primero. Claro, en un último acto de seducción el abdomen secreta la mermelada que toda cucaracha guarda en su interior. La perra torció la cabeza y levantó sus orejas mientras miraba con curiosidad mi zapatilla. Es así, Lía, es así, las cucarachas van y vienen, pero siempre terminan su recorrido debajo de un pie.
Considerando que el agua estaba fría, me levanté para calentar la pava.
de Cuaderno Insalubre
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