Cuando lo tuvo frente a frente, contempló su rostro y comprobó que era una masa difusa que cambiaba de formas y tonalidades a cada instante. Su voz adquiría todos la tesituras imaginables y sonaba como un instrumento desafinado. Asimismo, su estatura era fluctuante, a ratos crecia hasta alturas inconmensurables y de pronto empequeñecía hasta los límites del enanismo. Su discurso era cambiante, presumía de ser un importante personaje de rancio abolengo, asignado por alguna divinidad para censurar todas las acciones de los seres humanos. Pintarlo habría sido un desafío mayor y ni el más experimentado artista hubiese logrado éxito en aquella empresa. El interlocutor, sabedor que se enfrentaba a la perfecta imagen del camuflaje, intentó preguntarle quien era aquel que se hacía y deshacía en una contínua rotación de formas y colores. El engendro –que no era otra cosa- extrajo de entre sus ropajes fluctuantes una larga lista de nombres y dijo con su acento ambiguo: -Soy Esperpentor, Claudio, Omega, Calígula, Triángulo de las Bermudas, As de Oro, Copérnico, Ántrax, Black Soul, Soles de Sangre, Cadáver, Sortis, Tanatos… y prosiguió enumerando una larga y agotadora lista de epónimos escalofriantes. Entonces, el que preguntaba, se dio media vuelta y se fue. Esa criatura del averno en el fondo no era nadie sino un fenómeno de espejismos concertados, una materialización antojadiza de las atávicas manifestaciones del hombre, un recipiente de pensamientos difusos que son incapaces de sobrevivir ni siquiera una milésima de segundo y que se suceden anárquicamente uno detrás del otro desde siempre y hasta la eternidad…
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