La piel adquiere la tensión de las cuerdas al sonar, de un sol a un la, a un sol fa mi re do fa; la noche oficiaba de anfitriona en esta fiesta de sentidos. Primero se oía el rozar de los dedos subiendo y bajando por el brazo del violonchelo, luego el gemir lastimero de las notas. No podía dejar de mirarla, mientras que sus piernas sujetaban con vigor las caderas del instrumento. Esa impúdica manera de dejarse llevar por las notas lo subsumía en un encantamiento de cuentos de hadas.
El arco iba y venía por las cuerdas, atacando las notas, desafiando las partituras haciéndola decir lo que no decían, haciéndola crecer entre sus dedos; dedos que se veían enrojecidos, lastimados, encallecidos en los extremos, dedos de acariciar doliente, dedos de agradecer paciencia.
Toda su postura era imprudente, masculina, indecente; pero lo que más le sorprendía era que de nada ella tomara nota, solo del gemir de las cuerdas, solo del silencio del aire, solo de ese devenir de la música, y que de nada, de nada de él, ella percibiera.
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