Hacía al menos un mes que los seguía a escondidas, cada vez que iban al parque, a los juegos, al cine o incluso a hacer las compras. Era el año 1990 y Gabriel ya estaba viejo para esas cosas, pero sabía bien que si no era ahora ya no podría ser nunca. Era muy pronto para pedir disculpas aunque hacía ya 10 años de lo que les hizo. El problema es que si seguía postergándolo más iba a ser demasiado tarde.
Sólo podía seguirlos porque hasta ahora no se animaba a hablarles, ni siquiera podía presentárseles porque Verónica lo reconocería. ¿Cómo olvidar la cara de ese hombre? Ese hombre que les arrebató lo que tanto amaba ella.
No, no lograba juntar valor suficiente. Se quedaba simplemente vigilándola a ella y a su pequeño hijo de 10 años, Joaquín, esperando que llegase un momento apropiado para hacerlo, aunque momento apropiado para eso no había, sólo tenía que hacerlo.
En uno de estos días, rogándole a Dios que le de fuerzas para enfrentarlos y decirles lo arrepentido que estaba por todo lo que había hecho, por todo lo que les trajo, los siguió de camino a casa. Frustrado por un día más sin haberse animado se quedó unos minutos más como si de verdad creyese que iba a golpear la puerta para pedir perdón. De repente sintió que algo andaba mal. De las ventanas abiertas y de entre las persianas de madera salía un espeso humo negro y un aplanador olor a telas y madera quemadas. De inmediato un resplandor naranja se veía flameante desde el interior. La casa estaba ardiendo en llamas bajo ese caluroso sol de verano de Buenos Aires. Gabriel dudó al principio, pero no podía dejarlos atrapados dentro de la casa, no podía abandonarlos y herirlos una vez más, no iba a permitir que el fantasma de lo que fue se apoderara de él. Así fue que arremetió contra la puerta y se adentro en la humareda y las llamas en busca de Verónica y Joaquín. Enseguida el humo comenzó a marchitarle aún más los pulmones y el calor a curtir su piel. Buscando entre esa densa nube negra y cegadora los encontró: ella con miedo en el rostro y con él en sus brazos inconsciente, rastreando alguna salida de las llamas. Evitando el fuego los condujo hacia una salida fuera del infierno. Al salir se escuchaban las sirenas de los bomberos y la ambulancia que acudían al incendio. A Gabriel le costaba trabajo caminar, pero sobre todo respirar, y como ya había logrado ponerlos a salvo se dio el lujo de desmayarse. Se apagaron las luces parpadeantes del fuego y los ruidos insoportables del fuego devorando un hogar.
Abrió los ojos. Una luz lo encandilaba. Estaba un poco adormecido, pero escuchaba perfectamente a los doctores que trabajaban con él sobre una camilla en la sala de urgencias para ayudarlo. Miró al rededor y vislumbró entre los demás médicos a Joaquín en otra camilla siendo atendido.
Entonces la vista se le empezó a nublar y antes de darse cuenta volvió a desvanecerse.
Cuando volvió en sí los doctores ya habían terminado con él, y parecía que también estaban terminando con Joaquín. Se sintió aliviado cuando vio que estaba bien. Se sentó en la camilla justo a tiempo para ver a Verónica cuando entraba a la habitación. Los doctores le informaron el estado de su hijo y aliviada y feliz buscó la figura del hombre que los había rescatado de entre las llamas, pero su sonrisa se borro de su rostro cuando vio aquella cara conocida con la que soñaba veces, aunque más que sueños eran pesadillas. Por más que hoy en día esa cara esté curtida por el paso del tiempo ella no la olvidaría ni la confundiría nunca. Con paso firme se acerco y escupió con alaridos lo que tenía para decir:
- No pensés, ni por un segundo, que esto cambia algo de lo que hiciste.
- Sólo quería pedir perdón por todo -respondió Gabriel algo calmado.
Un poco sorprendida y a la vez indignada guardo silencio por un segundo.
- ¿Perdón? No hay perdón para eso. Me robaste a marido y al padre de Joaquín. Lo mataste enfrente nuestro y nunca te lo voy a poder perdonar. Que hayas salvado a mi hijo no cambia nada para mí. Seguís siendo la misma mierda que fuiste hace 10 años.
Se dio media vuelta y separó la camilla de Gabriel de la de Joaquín por una cortina. Gabriel no respondió, sabía que tenía razón. No sabía porque había creído que lo que había hecho tenía perdón.
10 años atrás, cuando cumplía ordenes como militar de la dictadura, Gabriel disparó sin misericordia a matar a un hombre, un padre y esposo de familia, frente a su esposa y su hijo nacido hacía tan sólo unas semanas. Destruyó una familia, apagó esperanzas y causó dolor. De todas las veces que había asesinado, secuestrado y torturado nunca pudo olvidar esa vez. Ese grito de dolor de aquella mujer que perdió su ser amado y el llanto desesperado de un bebé que acaba de ser despojado de su padre. Lo aterrorizaba ese recuerdo, y no sólo en sueños, también cuando despierto miraba los ojos de un niño o el rostro de una novia. Era cierto aquello que decían, que la memoria es el arma más fuerte contra ese terror que algunos llamaban “el proceso”. Pues era la memoria lo que lo mataba por dentro. Mientras que por fuera no sólo su edad lo acercaba a la muerte.
Aunque no había reaccionado inmediatamente, las palabras de Verónica lo habían alterado. Comenzó a sentir una agitación en el pecho que le impedía respirar. El oxígeno que le dieron los médicos no lo ayudaban, y cada vez que tosía salía sangre de su boca. Los doctores acudieron de inmediato pero poco pudieron hacer por él. Estaba muerto.
El humo termino lo que el cáncer pulmonar había empezado tiempo atrás. Se lo diagnosticaron 6 meses antes de su muerte. Fue allí cuando cayó en la cuenta de que su vida sólo había traído maldad, y sólo podía pensar en aquella mujer sin esposo y aquel niño sin padre. Durante meses estuvo aterrorizado, haciéndose a la idea de que estaba condenado al Infierno por ello. Casi 5 meses después buscó la manera de hallarlos para pedirles perdón por todo.
El 7 de Octubre de 1990 Gabriel perdió la vida, una vida vacía, arriesgándola para salvar otras dos vidas mucho más importantes para él. Aunque Verónica nunca lo perdonó por lo que había hecho, Gabriel estaba feliz de haberles salvado.
Es imposible saber si fue destino o casualidad lo que paso, o si tal vez fue Dios con sus misteriosas maneras de actuar. Lo que se sabe es que si Gabriel no hubiera enfermado ni se hubiera arrepentido no hubiese estado ahí ese momento para hacer la única buena acción de su vida.
Luego de morir era su turno de ser juzgado. Hoy podría estar cumpliendo su condena en el Infierno o disfrutando del perdón de Dios en el Paraíso.
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