¿Hay algo más intimidante que el gemido de muchos perros en la madrugada? Esa noche todos los perros enmudecieron. Marcia advirtió que alguien ingresaba a la cocina. Quiso gritar, otras veces lo había hecho, pero esta vez el grito salio bajo, como mueca de ventrílocuo, sólo lo pudo escuchar la que gritaba. Tomó un objeto en la oscuridad (esa extraña necesidad de defenderse). Avanzó sigilosa queriendo sorprender al intruso, olvidó que ella era la sorprendida. Palpó infructuosamente las paredes en busca de luz. Pensó después, en la oscuridad tendré más chance. El tic tac del reloj parecía aumentar como queriendo ir a la par con el de su corazón. Conocía cada uno de los rincones de su casa pero esta vez tropezó con las paredes, el sonido de los objetos golpeados describía contornos desconocidos. Una puerta más y llegaría. Recordó una pequeña entrada lateral por la que ingresaba argos. Se introdujo en cuclillas. Una ventana lejana dejaba colar cierta luz blanca, recordó un film de terror que cuando niña la asustaba. Al incorporarse pudo ver al hombre, estaba de espaldas y no parecía amenazante, eso la aterró sobremedida. No esperaría que volteara, levantó el objeto temblorosa y lo descargó sobre la espalda de aquel.

El estruendo despertó a las enfermeras, Marcia gritaba enloquecida igual que el día que mató a su esposo. Sus manos empuñadas, parecían cargar algo más que el crucifijo. No había perros en el manicomio. En el rostro de la interna, las luces de los candelabros revelaron una vieja sonrisa de satisfacción.