Una copa de elegante cristal francés conteniendo un fino vino del igual origen –cepas Syrah, mi preferida– es hamacado por mi mano siniestra; a propósito, es sábado. Muy cómodamente me encuentro recostado en mi litera preferida, por nadie compartida, admirando plácidamente desde el interminable balcón el caer del naranja sol.
Es una hermosa tarde de verano como aquellas de años atrás; escasas nubes tornan el ambiente de absoluta tranquilidad, completado el perfecto cuadro postal por el aleteo de las gaviotas merodeando cercanas a la costa, en busca del alimento que las hace subsistir. Un metálico ruido irrumpe bruscamente mi total estado de ocio, haciéndome sobresaltar de mi confortable reposar, como quien despertara exaltado de una desagradable pesadilla; símil sensación de soñar caer al vacío, previo momento a chocar contra el piso. Perezoso para percatarme que, sobre el vidrio de la mesa ratona que acompaña mi cálido y acolchonado catre, es el tosco vibrar de mi viejo celular. En el mismo aparato contemplo el ingreso de un mensaje de texto –muy tacaño medio comunicativo– que anuncia la aproximación de la llegada de Myriam, una vieja amiga de mi mujer –aunque por mí también conocida–, no vista desde hace tiempo con quien solemos compartir estos lugares de placeres y relax; clásica rutina veraniega:
– Ola Juan! Toy arribando en 25’max. M’mata la ansiedad!! M’busca Dari, no? Bsos Myri!
Darío es, lamentablemente y por descarte, un amigo de esos que la vida nos encaja. Un tanto arrogante y más aún fanfarrón, es el tipo de persona que sólo admiraría Romanella –su mujer–; la servicial secretaría del superintendente de operaciones de la Compañía Demoledora Duffer. Poseedor de inconmensurables hectáreas de suelo argentino, es la típica persona mal educada que no deja a uno expresarse libremente en la medida que va tomando confianza; más tiempo uno comparte con él, menos dejará explayar ajenas inquietudes. Como sea, es director creativo de una afamada agencia de publicidad. Será esa, tal vez, la cuna de su más aburrido y negro humor? Chistes fríos y luctuosas fábulas que ya nadie quiere escuchar –y menos en sedantes momentos como estos– hacen que cada nuevo comentario que de él surja, nos produzca mayor rechazo hacia su desagradable persona. Pero más allá de mi dura crítica, admito que es un buen ser humano y un excelente profesional en su campo, donde notablemente se destaca.
Estefanía –mi esposa– y Romanella son viejas amigas de Myri, ya que residían en el mismo barrio que las vio crecer. Es por causalidad que con Myriam hayamos ido a la misma escuela cuando pequeños, ya que tanto mi madre como la de ella eran directora y sub, respectivamente, de la institución primaria donde fuimos elogiados por muy buenas calificaciones.
No estoy en casa, afortunadamente, donde el estrés y el ruido son constantes directamente proporcionales. La idea de salir de veraneo con la familia de Romanella fue siempre mía. No parece ser una muy brillante idea del presidente de la más importante compañía de telecomunicaciones a escala mundial. Pero si... fue idea mía. Siendo un acto no reflejo por saber lo que ocurriría, heme aquí otra vez disfrutando –o al menos intentando eso creer– el interminable paraíso terrenal; ni Dios mismo ha de saber que existe un lugar así. Sólo el ozonizado aire que nutre mis pulmones justifica tan largo trayecto recorrido. Es esto real? Estoy realmente aquí y ahora..? Espero que si. No me gustaría ser de esas personas que alimentan su conformidad imaginando placer efímero, creando en sus mentes sensaciones vagas, cosas que sólo en sus mundos internos saben que bienestar les produce, si es que de ese imaginar, alguno obtienen.
Generalmente Darío es quien busca a Myri; su amplia camioneta es siempre cómoda para el equipaje de la numerosa familia de Myriam y, no nos engañemos, para su abultado trasero también. Además una extensísima casa con seis almas más –cuatro hijos de Darío y dos míos– y frente al majestuoso mar, no sería adecuado deshabitar; a decir verdad, aquí me quiero quedar. Duros años de trabajo demandaron su construcción, pero creo fue, la mejor inversión que haya realizado en mis cincuenta y seis años pisando este globo.
Estefanía prepara tereré de lima y hornea sus sabrosas galletitas de coco mientras Darío y Romanella se alistan para recibir el desembarco de Sky´s Soul; la aerolínea que, como siempre y muy fielmente, acerca a Myriam al terreno de la paz. Ella no había venido a “El Gran Escape” –así bautizada mi mansión– en los últimos seis años por causa de su enferma madre quien al final cediera su cuerpo a formar parte del suelo del planeta, tras una fulminante enfermedad, hace ya tres años.
La ribera del mar clama por mí y hacia allí me dirijo. Mis pies empiezan a sentir el calor y la textura de la gruesa arena de la playa con el avanzar de mi persona hacia la orilla de la costa, siendo escoltado mi paso por los incesantes gritos y risas de mis hijos y los de Darío. Es una rutina que repetimos –y repetiremos, espero– desde el primer día de los catorce años que llevamos veraneando en este paradisíaco lugar. Los niños juegan y corren como liebres en el campo. Las expresiones grabadas en sus rostros indican un tope inalcanzable de felicidad: no podrían verse más felices. No habría situación u objeto en el mundo que les desarrolle una alegría mayor; y mi felicidad, naturalmente, se incrementa a sus pares. Es por esto que vale la pena el recorrer tal distancia sin darle tregua al motor de la gastada camioneta de Darío; que bien podría decir mi camioneta, ya que espero todavía salde su exuberante deuda para conmigo, en varios miles de dólares.
Imprevistamente, silencio total. Las infatigables gaviotas desaparecieron sin emitir sonido alguno, como si nunca hubieran emprendido su vuelo costero. Los niños estáticamente estremecidos y mirando el cielo, parecen observar un mismo punto en común en el ya totalmente cielo gris, como admirando el aproximar de algún extraño fenómeno aéreo. Por tal causa, dirijo así mi vista a su punto referencial; no contemplo nada, nada en absoluto. Perdiendo repentinamente el cielo su gris y ganando gamas del color verde muzgo, un inclemente viento empieza a sacudir la tupida vegetación que a la casa rodea. Esto si que es realmente extraño. Algo no marcha bien. La gente emergida en el mar abandona frenéticamente las cristalinas aguas de la playa. Gritos desaforados e histeria es todo lo que transmite el, ahora tempestuoso, frío y húmedo aire del lugar. Oscuridad total y dificultad de respirar es todo lo que gobierna mi cabeza, cualquier esfuerzo por alcanzar aproximarme a la casa resulta en vano: no puedo moverme. Perdí total noción del lugar. No escucho ni mucho menos, veo las pequeñas almas a mi cargo. Mi garganta pide tregua al altísimo nivel de decibeles que produzco, intentando llamar a los niños, y nada; ni siquiera escucho mi propia voz. Todo lo que en el súbito ocaso puedo palpar es la misma gruesa arena que irrita mis cansados ojos y muerden mis dientes. El suelo empieza a temblar como si ni el mismísimo planeta supiera lo que le precede. Hasta la misma esfera que habitamos, pareciera temer.
No sé qué sucedió primero, si el cegador destello blanco violáceo –cual bomba de hidrógeno– que revela sólo las siluetas de todo objeto alrededor o el ensordecedor estruendo que pareciera tener como objetivo, detonar a todo tímpano cercano. No puedo entender que está pasando. No puedo pensar. Esto no es normal y conscientemente, sólo deseo que termine; sea lo que sea que esté sucediendo aquí. Mi actual postura adquirida sólo la había observado en insectos habitantes de terrenos húmedos: me encuentro tirado, paralelo al piso, con las manos en mis orejas y la cabeza entre mis piernas como tratando de desaparecer de tan aterrador panorama. ¡Basta! ¡No lo soporto más!
De pronto la calma se hizo presente y sin dar aviso de llegada. Con una turbia visión, me percato de que todo ser animado cercano al lugar, había adoptado mi vergonzosa postura. Me pongo de pie con la única misión de recoger a los niños, pero no los puedo distinguir porque mis ojos siguen arenosos. Sin siquiera poder dar un solo paso, el objetivo que tenía en mente es interrumpido por el lejano ruido de lo que pareciera, un cargado tranvía acercándose hacia nos. Es lo que parece seguir, pero no. Esto si que es peor. Mucho peor. El miedo se apoderó de mi ser y lo único que me preocupa es mi egoísta existencia. Ya entendí lo aconteciente, ya procesé. Esto parece ser el fin. Cual fuere el fenómeno que se aproxime pareciera tener por objetivo, ponerle fin a la existencia humana y a todo signo de vida en la tierra. Pero algo no me cierra, esto no puede estar pasando, pienso. Esto no puede ser real. Lo que esta ocurriendo escapa a toda explicación lógica y sentido común. El cielo es ahora blanco. ¿Qué es esto? ¿Qué está ocurriendo aquí?
Una nueva vibración en el suelo, estremece mi cuerpo. Una nueva luz cegadora quema mis arenosos ojos al abrirlos lentamente. Esa misma calurosa brisa parece derretir mis globos oculares provocándome un repentino y potencial dolor de cabeza. Lo único que se puede contemplar, es algún gigantesco objeto aproximándose a la tierra con una aterradora velocidad. Hasta pareciera ser el mismísimo sol, el extraño visitante.
Súbito ocaso. Cesó la irritante luz. Es ahora sólo una penumbra lo que intenta iluminar este globo. Y, nuevamente, silencio. Silencio que trunca paulatinamente, por lo que pareciera ser el ruido del mar. Eso preferiría. Realmente, eso quisiera; pero no. Es una colosal oleada lo que a la costa se aproxima. Serán veinte... treinta... cincuenta metros la altura de semejante muro de agua? Y su velocidad? No lo sé. De algo si estoy seguro: no hay a donde huir; no hay escape alguno. Es al menos, un final lógico. Meteorito... tsunami... ensayo hipernuclear? Lo que fuere, no ha de tener precedente alguno; su magnitud es incalculable. Pero... a quién le importa? Sólo resta esperar. Todo tipo de recuerdos vienen a mi mente; pero... con qué objeto si ya pronto hasta dejaré de pensar!? Si realmente algo pensé es que, a nuestro final jamás lo imaginé así. Pero lo es; inevitablemente, lo es. Cosas pasan. La totalidad del aire en mis pulmones, será relevado por agua salada. Es agua lo próximo a “degustar”. Ya falta poco... la oleada se acerca. La pared acuosa, ya encima nuestro y––
– Pffftttt!! Jajaja... el que se moja no se enojaaa..! Ajajaja... Despertate papá, está sonando tu celular!!
Malditas pistolas de agua y malditos mocosos que no dejan a uno descansar en paz. Pero, sincerándome realmente, agradezco que me hayan despertado. Ha de ser la primera vez, que sus travesuras no me indignan en lo más absoluto. Evidentemente, fue una pesadilla que me dejó abrumado por tal actividad cerebral: altamente indeseable y totalmente desagradable.
Desde mi confortable catre veo que en la mesa ratona, no sólo estaba sonando mi celular sino que lo acompañaba una copa vacía. Más que dormido, estaba un tanto –bastante diría– ebrio. Contradictoriamente, el chorro de agua que arrojaron en mí, sumado al abrupto despertar de tan tétrico sueño, sólo lograron otorgarme una lucidez total. Nunca tuve un sueño tan desagradable como éste y realmente, espero no tenerlo jamás.
Dicen que los sueños suelen ser señales de acciones venideras. Por suerte, mi cabal escepticismo no me liga a tales creencias. No obstante, sigo anonadado por el realismo que los sueños producen en la mente de uno. No quiero creer en cosas que no tienen explicación. Pero... por qué sigo pensando? Marcará esto mi mente? Seguramente permanecerá en mí, algunos varios días hasta desvanecerse por completo –aunque fervientemente lo desee, realmente dudo que eso suceda–. En fin... ya pasó.
“Myriam llamando” es lo que dice la pantalla de mi teléfono móvil y no quisiera ser descortés, dejando que el contestador responda por mí. Luego de desperezarme y una vez bien despabilado, afablemente procedo a atender el celular:
– ¡Hola Myriam! ¿Cómo estás?
– Hola Juan! Estoy arribando en veinticinco minutos máximo... hola Juan? Juan...? Estás ahí Juan... contestáme... hola...
– ... |