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Bajé la ventanilla y el aire fresco de la noche entró en el interior del coche que, lentamente, ascendía por una angosta y tortuosa carretera. Después de recorrer innumerables curvas y de franquear varios viaductos, apareció la boca de un túnel que atravesaba las entrañas del impresionante macizo montañoso que, iluminado por una brillante y plateada luna llena, se alzaba solemnemente frente a mí.
El túnel era una obra reciente y, según una señal informativa, su longitud era de cinco kilómetros, por lo que estimé que no tardaría más de tres minutos en pasarlo. El interior estaba bien ventilado, iluminado y señalizado. Unas franjas reflectantes flanqueaban ambos lados de la calzada, dándome la sensación de que me encontraba en una pista de aterrizaje. A través del parabrisas manchado por numerosos mosquitos que se habían estrellado en él, contemplaba, cada cierto tiempo, un poste de SOS acompañado por una puerta de emergencia.
Se me estaba haciendo excesivamente largo cruzar el túnel. Un leve azoramiento me invadió inexplicablemente. Miré el reloj digital del salpicadero y me fijé en la hora; eran algo más de las doce de la madrugada. Luego dirigí la vista hacia el cuentakilómetros: «doscientos mil kilómetros.»
Observé de nuevo la hora; habían pasado nada más y nada menos que cinco minutos y todavía seguía en el túnel. El nerviosismo recorrió mi cuerpo y pisé el acelerador. Iba a cien por hora y, para mi desesperación, la salida de aquel corredor subterráneo no quería llegar. Algo más me alarmó; desde que entré en el túnel, no había visto ningún vehículo.
Pasaron diez minutos más, y seguía atrapado bajo la montaña, en aquel pasillo subterráneo. A más de cien kilómetros por hora, el poste de SOS y la puerta de emergencia se repetían ante mi perpleja y asustada mirada. Los minutos pasaban y mi desesperación iba en aumento, no lograba llegar al final del túnel. Llevaba así más de media hora, cuando me percaté de que el cuentakilómetros seguía anclado en los «doscientos mil kilómetros.» A causa del nerviosismo, perdí la noción del tiempo, me di cuenta de que no podía seguir conduciendo, por lo que detuve el coche junto a un poste de SOS con la intención de pedir auxilio.
Asiendo el auricular junto a mí oído, con la mirada perdida en el oscuro asfalto, pude comprobar la inutilidad de mi intento, nadie respondía a mí llamada de socorro, el más absoluto y fantasmal silencio era lo único que lograba obtener de aquel artilugio. Al comprobar que el poste de SOS no funcionaba, abrí la pesada puerta metálica de emergencia y la franqueé, con la esperanza de encontrar una salida que me llevara al exterior. Una estrecha, pina y sucia escalera, iluminada por unas mortecinas lámparas que colgaban de las paredes, ascendía en espiral, sin que pudiera ver el final de ésta. Cuando puse el pie sobre el primer escalón, un inesperado golpe seco a mis espaldas me hizo estremecer, me volví, y, con un escalofrío que recorrió todo mi cuerpo, contemplé como la puerta de emergencia se había cerrado. Intenté abrirla, pero mi esfuerzo fue en vano, me resultó imposible. Mis manos temblaron y un sudor frío empapó mi espalda. Me dirigí de nuevo a la escalera y la observé largamente hasta que, pese al agarrotamiento que sufrían mis piernas por el miedo, me decidí a ascenderla lentamente.
Mi respiración entrecortada y mis pasos inseguros era lo único que lograba escuchar mientras ascendía aquella escalera que parecía no tener fin. Mi figura deformada se dibujaba, en forma de sombra vacilante, sobre los escalones de piedra que, uno tras otro, iba dejando atrás. Pero por cada escalón que avanzaba, frente a mí aparecía otro que, tenaz y desafiante me aguardaba. A medida de que iba pasando el tiempo me costaba más respirar, perdía las fuerzas rápidamente, y el miedo que invadía todo mi ser se iba transformando, inexorablemente, en un cansancio cada vez más intenso.
Me detuve y me senté en uno de los fríos y pétreos escalones, me llevé las manos a la cabeza y las lágrimas empezaron a brotar sin remedio. Estaba fatigado, cansado, derrotado, hundido… Aquel rosario de interminables escalones de piedra me estaban martirizando de tal forma que pensé que perecería allí mismo y que un día alguien encontraría mi cadáver, bajo la luz lánguida que iluminaba la escalera.
Mis funestos pensamientos fueron interrumpidos por un sonido que llegó a mis oídos. Alcé la vista y volví a escuchar con atención; parecía proceder de arriba, era el murmuro de automóviles que iban y venían, estaba seguro. Me levanté como impulsado por un resorte, y desesperadamente, subí los escalones con las pocas fuerzas que me quedaban. Llegué a un pequeño rellano en el que únicamente había una puerta con un cartel luminoso en el que se podía leer: «200.000 Kms.» Me quedé un buen rato, inmóvil como una estatua, observando sin pestañear, el cartel luminoso que marcaba la misma cifra que el cuentakilómetros de mi coche. ¿Qué estaba pasando? ¿Quién o qué podía haber ideado una cosa así? No encontraba una respuesta lógica a mis preguntas. Lo único que deseaba era salir de allí.
Abrí la puerta y me encontré de nuevo con mi coche aparcado junto al poste de SOS. Sin apenas poderme sostener en pie, me metí en el vehículo. Una vez dentro, contemplé el ir y venir de los coches que circulaban, con toda normalidad, por el túnel. Con las manos temblando por el nerviosismo que me embargaba, cogí una botella de agua de la guantera y empecé a beber; estaba sediento, asustado y ofuscado. Después de vaciar la botella, comí vorazmente las galletas que llevaba en el coche, sin dejar de pensar en lo sucedido. Por fin, al cabo de unos minutos, empecé a sosegarme un poco.
Cuando me sentí con fuerzas para emprender la marcha, arranqué el motor, y al encender las luces, me quedé con la vista fija en el cuentakilómetros; indicaba «doscientos un mil kilómetros.» Con el motor en marcha y las manos aferrando reciamente el volante, no podía apartar la mirada del marcador de kilometraje. Todo me parecía demasiado irreal y extraño. Sentí nauseas, abrí la puerta y vomité sobre el negro asfalto iluminado esporádicamente por los faros de los coches que circulaban por el túnel.
Cerré de nuevo la puerta del vehículo y me puse en marcha. Tomé velocidad, quería salir cuanto antes de allí. Miré el cuentakilómetros y comprobé que el marcaje se iba incrementando; uno, dos, tres… Por fin llegó el quinto kilómetro y apareció la salida del túnel. Grité de alegría, dejando atrás la ratonera subterránea. Presa de una gran excitación, frené en el arcén y salí para respirar el aire fresco de la noche. ¡Me sentía liberado! ¡Todo había sido como un mal sueño!
Volví al coche con una profunda sensación de alivio y me puse en marcha. Ahora la carretera apenas tenía curvas y transcurría por una zona llana, flanqueada por desvíos a pequeños pueblos y por abruptas montañas. La luna plateada sostenida en la cúpula celeste, era una muda espectadora de aquellos parajes montañosos y agrestes. Encendí la radio y puse música para relajarme un poco, quería distraerme y no pensar más en lo sucedido.
Las rectas fueron sustituidas por nuevas cuervas y la ascensión volvió a ser la protagonista. Puse segunda y pulsé el botón del elevalunas para subir el cristal de la ventanilla, el frío de la noche empezaba a ser intenso. Rebasé una curva y, sin previo aviso, apareció un túnel que parecía esperar mi llegada. Frené bruscamente y detuve el coche frente a la boca del nuevo túnel que, indolente y hambriento, aguardaba digerir, quizás, un incauto manjar. No, no podía arriesgarme. No quería volver a pasar por lo mismo una vez más. Metido en el coche, pasé la noche en vela, intentando encontrar una solución a mí problema.
A la mañana siguiente tomé una decisión que cambió mi vida. No he vuelto a pasar por un túnel, ahora vivo atrapado en un valle comunicado por dos corredores subterráneos. Resolví quedarme en uno de los pueblos de dicho valle. Cuando me preguntan por qué no quiero pasar por un túnel, intento explicar el motivo, pero me toman por un chiflado. De todas formas, que me tomen por un loco no me preocupa demasiado. Prefiero eso a tener que introducirme en las fauces pétreas de un túnel. Seguramente quien lea esto, pensará que estoy mal de la cabeza, es lo más probable y lo entiendo, claro que sí. Pero quisiera dar un consejo a aquellos que deseen recibirlo; antes de entrar en un túnel, es preferible comprobar el cuentakilómetros, si marca «doscientos mil kilómetros,» daría media vuelta y, después de recorrer unos cuantos kilómetros, me introduciría en él –si fuera estrictamente necesario.

Texto agregado el 31-10-2008, y leído por 116 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
02-11-2008 Me gusta mucho la idea inicial que da origen al cuento y me gusta también casi todo su desarrollo (personalmente eliminaría el pasaje de las escaleras). Felicidades. dolordebarriga
01-11-2008 buen texto muy bueno un abrazo mis estrellas sapoeta
 
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