SEGUNDA PARTE Y FINAL
Francisco ha debido abandonar su pais, en donde se ha instaurado una cruel dictadura. Recala en Francia, en donde rehace su vida, ejerce como profesor y conoce grandes amigos. Precisamente, una noche en que celebraba con ellos, regresan en automóvil a sus hogares cuando sucede lo que prosigue a continuación.
En un recodo del camino, apareció un automóvil que venía en sentido contrario y Francisco, tratando de evitar la colisión, se desvió lo justo para estrellarse con un poste de alumbrado. Las luces se apagaron de golpe y la noche de alegría y desenfado se hizo trizas en su mente agónica.
Cuando abrió sus ojos, un hermoso rostro le sonreía desde la altura cenital. Pensó en un ser angelical que le daba la bienvenida a una región misteriosa. Todo era blanco e inmaculado en aquel lugar. Indudablemente, estaba muerto y quien a él se dirigía ahora era un ángel.
-Bienvenu!!- exclamó, en efecto aquel ser y Francisco no pudo menos que sentir un difuso sentimiento en su pecho, muy parecido a la nostalgia. Atrás quedaba una vida aventurera, sus recuerdos, sus seres queridos.
-Bienvenido a la vida- dijo dulcemente aquel bellísimo ángel y Francisco, pensó, que la vida eterna era la que ahora le aguardaba. Trató de mover su cabeza pero, se dio cuenta que algo le aprisionaba su cuello. Era todo muy extraño.
-Ahora, a tomar sus medicinas- ordenó el ángel y reparando que el herido ya estaba apto para consumir oralmente el remedio, aproximó una cuchara a sus labios.
-¿En donde… estoy?-preguntó el hombre, con voz vacilante. Pensó que aquel ser celestial le contestaría que estaban en alguna región colindante con la eternidad.
-Está usted en el Hospital de Beaugency, mon ami.
Después, supo que había estado cinco días inconsciente en aquel establecimiento y que los médicos no daban un peso por su recuperación. Tras el horrible accidente, había quedado poli contuso, al igual que sus amigos, pero su estado era tan lamentable que muchos pensaron que quedaría con graves secuelas. El “ángel”, en realidad se llamaba Isabel y era una joven enfermera, nativa de aquella deslumbrante ciudad, que laboraba en dicho hospital desde hacía un par de años.
En unas cuantas semanas, Francisco había recuperado cierta movilidad, aunque las graves heridas sufridas, aconsejaban un reposo prolongado.
-Le informo señor, que usted se va conmigo- le dijo Isabel, una mañana y Francisco, sobresaltado ante eso que parecía una invitación, sólo atinó a contestar:
-No entiendo lo que me quiere decir, ¿adonde nos vamos?
-Nos iremos a un sanatorio que queda muy cerca de mi casa. Allí, lo continuaré atendiendo, puesto que acá, no es mucho más lo que se puede hacer. Pero, usted necesita reposo y como yo también trabajo en aquel lugar, quedará a mi cuidado. ¿Le parece?
El lugar era hermoso y la atención brindada por la bella enfermera no dejaba dudas de su profesionalismo. Isabel irradiaba ternura y amabilidad y Francisco se sentía privilegiado al sentir sus suaves manos sobre su piel, cuando ella le cambiaba los apósitos o lo auscultaba. Él muchacho comenzó a notar que Isabel le contemplaba detenidamente con sus hermosos ojos avellanados. Francisco, a su vez, le sonreía y se entregaba mansamente a sus cuidados.
Muy pronto, nació un sentimiento recíproco entre ambos. Isabel se aparecía con mucha frecuencia en la habitación de aquel joven sudamericano. Francisco notó esto y un día cualquiera, le dijo:
-Es usted la mujer más bella que yo haya conocido.
Isabel, equivocó los medicamentos, derramó parte del vaso de agua en el piso, luego, muy sonrojada, salió de la habitación, con tal apresuramiento, que la punta de su delantal se quedó atrapada, al cerrar la puerta.
Cuando Francisco sanó del todo, su primer destino fue conocer una casita enclavada en medio de un bosque maravilloso. Allí vivía la madre de Isabel, una mujer tan encantadora como la hija.
-Él es Francisco- lo presentó la muchacha y la anciana comprendió de inmediato que ese hombre ya estaba inscrito en el corazón de Isabel. Por lo que resolvió que lo mejor era conocerlo. Le gustó mucho su peculiar manera de pronunciar el francés, idioma de tantos y tan bellos matices y que en su boca adquiría una belleza exótica.
A los pocos meses, Francisco e Isabel se casaron y se fueron a vivir a un pequeño departamento que les permitía estar a un paso de la madre de ella.
Claudette, que así se llamaba la buena señora, ciega desde hacía varios años, se bastaba a si misma, con un empecinamiento que lindaba en la locura. Isabel, convencida de que su madre jamás daría su brazo a torcer, sólo consiguió que una niña la acompañara en sus menesteres básicos.
Francisco encontró la vida deseada, con una mujer estupenda que satisfacía todos sus caprichos. Del mismo modo, Claudette, su suegra, lo veneraba y apenas presentía su arribo, estiraba sus brazos hacia él, exclamando: Mon petit noir!! La buena señora, tanteaba el cuerpo de Francisco, como si quisiera aprehender su imagen en su mente y luego, como arañita afanosa, comenzaba a tejer un hermoso pullover, que terminaba en un Jesús. Y cuando estaba listo, se lo entregaba a su yerno, el que, comprobaba asombrado que le quedaba a la medida. Francisco besaba los dedos de doña Claudette y le decía que aquellos eran los ojos más hermosos que había contemplado en toda su vida. Ambos reían a carcajadas con tamaña ocurrencia.
Para alegrar aún más su existencia, su mujer concibió a Maurice, un hermoso bebé que, desde entonces, estuvo destinado a ser lo más preciado en la vida de ambos. A medida que el chicuelo crecía, más se maravillaba el hombre con los gorjeos y la mirada inteligente del pequeño. Lo que más extasiaba a Francisco, era contemplar esas facciones, calcadas de las de su amada Isabel. Cuando la nostalgia orillaba su corazón, bastaba con asir la manito de Maurice para espantarla. Francisco se sentía privilegiado al haber encontrado la felicidad en lo que se consideraba que sería un cruel destierro.
El pequeño estiraba sus bracitos apenas sentía que la puerta de calle se abría. Y Francisco aparecía con algún caramelo o cualquier otro embeleco para ese niño hermoso que le había robado el corazón y que lo incentivaba a redoblar sus esfuerzos para entregarle todo lo necesario. Isabel y Francisco trabajaban afanosamente y en las tardes frescas, salían en compañía del pequeño para recorrer los parques. En una de esos paseos, encontraron un perrito recién nacido, al que acogieron para que fuese un compañero de juegos de su amado Maurice.
Cuando la vida avanza con tanta apacibilidad, los hombres se entregan a esa bonanza, se embriagan de felicidad, se surten en sus fuentes, son días eternos y deslumbrantes, otorgados por la buena fortuna. En ese estado se desenvolvían los días de Francisco y los suyos, parecía que una benevolente hada madrina los había apadrinado para entregarles las preseas del regocijo más absoluto.
Una tarde, sin embargo, llegado Francisco de su trabajo, notó que en el rostro de Isabel se dibujaba un rictus de amargura.
-¿Qué sucede?- preguntó él, alarmado.
-Es Maurice.
Isabel no alcanzó a decir más, embargada de sollozos.
El pequeño padecía de una enfermedad cardíaca congénita y ahora, a sus tres años, se manifestaba en él, provocándole cansancio y desánimo. Los doctores, conscientes de la gravedad del mal, recomendaron que el pequeño fuese hospitalizado para realizarle el tratamiento adecuado.
Francisco, mudo ante la fatalidad, sólo dejó que su mente se disgregara en multitud de imágenes agoreras, en las que se mezclaban recuerdos del pasado reciente, cuando debió abandonar su patria y elegir el destierro. En esas imágenes, aparecía el tirano apuntándolo con su dedo acusador. ¡Nunca más serás libre! ¡Nunca lo lograrás! Y luego, se dibujaba en un lecho de sábanas negras, el cuerpecito pequeño de su Maurice, su ángel, su todo.
Hospitalizado el pequeño y los padres desolados ante la fatalidad, sólo se consolaban al pensar que Maurice era un chico fuerte, que sabría sortear este difícil obstáculo. Y sentados ambos en el sillón acariciando a Pays, el cachorro que gemía en sus brazos, imaginaban que muy pronto, estarían todos juntos para disfrutarse unos a otros.
Pero, una noche, Pays comenzó a aullar lastimeramente y no hubo quien lo hiciera callar. Al día siguiente, Maurice, el tesoro más preciado de ese joven matrimonio, no pudo con los estigmas de su cruel enfermedad y falleció, dejando a sus padres sumidos en el dolor más profundo que puede cobijarse en corazón alguno.
Fueron días grises, extemporáneos, burlones, en que nada se condecía con el luto que se había quedado atrapado en sus fantasmagóricas estampas. Ni Isabel ni Francisco se bastaron para fundir este dolor y aplacarlo en conjunto. Lejos de aquello, ambos se desgarraron en su desdicha, encerrados cada uno en su propio infierno, fracturadas todas las vías que podrían redimirlos.
Y poco a poco, el periplo comenzó a cerrarse, devolviendo a Francisco a esos mares que no conducían a ninguna parte, transformándolo en un náufrago apátrida, sin consuelo y sin destino. La relación con Isabel se hizo insufrible, ambos se recriminaban por todo y lejos de recapacitar, derivaron ambos en dos extraños que mostraron, el uno al otro, todo lo desconocido de sus almas.
La vida se complace en entregarnos todo y nosotros, ilusos, no comprendemos que sólo estamos en la cúspide de un endeble castillo de naipes. Así, la partida de Maurice, sólo fue el detonante que transformó a Isabel y Francisco en dos seres irreconciliables. Y un día -que ya debió estar establecido de antemano en el sino de esa relación- Francisco, el sudamericano, el petit noir, el trasplantado, o como quiera que se llame, tomó sus pocas cosas y se alejó para siempre de aquel país que parecía haberle entregado todo y, en cambio, lo dejaba partir con sus manos vacías.
Despertado bruscamente de tal sueño, Francisco regresó a su patria, en donde se respiraban otros aires. El tirano había abandonado el poder y ahora se había establecido un gobierno democrático. Después de largos años de exilio, la madre tierra lo acogía para que reconociera a sus palomas, a sus viejos amigos y sus barrios.
Muchos años han transcurrido desde entonces. Se podría decir que el hombre ha recuperado la felicidad. Es libre, no tiene patrones ni mujer alguna que lo retenga en su hogar. Las calles se extienden generosas para que el las recorra sin premura. La sonrisa se ha recompuesto en sus facciones. Pero, cuando escucha en la radio alguna canción en francés, su corazón se sobrecoge y repite cada palabra en ese idioma que le invoca una dicha pretérita y, también, un dolor infinito. Entonces, el hombre agita su cabeza como si quisiera borrar todo recuerdo. Y a menudo lo consigue y continúa en lo suyo. Aunque, en ciertas noches, no puede evitar sollozar ante esos recuerdos acuciantes que remecen su conciencia, como si fuesen vivencias ajenas, paridas en medio del desarraigo, añoranzas con apariencia de sueños que persisten y persistirán para siempre en su espíritu melancólico…
___________________¿FIN?_____________________
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