El primer cubano que conocí, en este caso cubana, fue cuando yo era muy chiquita, ya que nací en el mismo año que la “revolución” en Cuba. Corría el año 63 cuando Catarina “la habana” llegó a vivir a mi pueblo.
Era una señora de vivos ojos azules, alta y delgada como un junco y extrañamente elegante a pesar de vivir en una caseta de tablas, como casi todos los que vivíamos en aquella calle de un pueblo de Cádiz hace ya la friolera de 50 años. En mi memoria aún se guardan los aromas de su cocina en los días especiales, arroz con frijoles y carne de puerco asada, y sobre todo las historias que nos contaba a los niños que jugábamos alrededor de su casa, primero con sus hijos y luego con los nietos que le fueron llegando.
Nos hablaba de un maravilloso país donde siempre hacía calor, de una tierra fértil donde se cultivaba de todo, de los casinos, salones de baile, heladerías, tiendas de ropa con nombres como “El Encanto”, grandes coches que circulaban por amplias avenidas iluminadas como el día, cines, teatros, televisión y cadenas de radios, y no sé cuantas cosas más. Su marido, un hombre serio y taciturno, apenas esbozaba unas tristes sonrisas cuando ella le recordaba alguna anécdota de las vividas en común, apenas le recuerdo, pues murió pronto, creo que de pena de haber dejado aquel maravilloso lugar tan lleno de vida y color.
Para los españoles de aquel entonces era muy difícil imaginarse un lugar así, España era un país más bien triste y gris, donde ya campaba desde hacía unos cuantos años un señor que no le andaba a la zaga al que supuestamente entró para liberar al pueblo cubano, como se ha demostrado a lo largo de la historia, y cuando le preguntaban que por qué había dejado aquel fantástico paraíso para venirse a vivir a nuestro anodino pueblo, nos decía que aquí, al menos, podía salir a la calle sin tener que estar constantemente viendo vallas que le recordase que había alguien que les vigilaba todo el tiempo, ni gente barbuda que la arengaba a luchar en nombre de una libertad que poco a poco había ido desapareciendo.
Ella no entendía de política, solamente sabía que antes podía ir a cualquier lugar a divertirse y a comprar, a reunirse con los amigos en cualquier casa y formar un “guateque”, donde se bailaba y se cantaban canciones mientras que se disfrutaba de un buen vino o de un buen ron. Todo eso hasta que… ¡llegó el comandante y mandó parar! Ese era su recuerdo más claro, que había dejado de tener Libertad, y eso a pesar de que sólo vivió unos pocos años bajo la “tutela” de los que ella llamaba “los barbas”, la mayoría de las veces señalándose su propia barbilla sin mencionar sus nombres.
Hace ya muchos años que Catarina murió, y a lo largo de los años que la tuve de vecina, nunca dejó de recordar a su preciosa Cuba, aunque cada vez hablase menos de ella. Poco se podía ella imaginar, que su salida fue sólo el principio, que después de ella fueron saliendo muchos más En los setenta, en los ochenta, los noventa, y así hasta el siglo XXI, donde se puede decir que hay casi tantos cubanos dentro como fuera, y que todo sigue igual, no como ella lo dejó, sino como ella se encontró a aquel pueblito gaditano hace medio siglo, o quizás peor.
Aquí no se había construido nada aún, allí simplemente se dejó que se fuese pudriendo lo que el “imperialismo capitalista” había levantado, convirtiendo al país en un pueblo fantasma donde los muertos vivientes pululan por las calles sonriendo al mundo mientras que por dentro lloran pensando en que el mundo exterior los salvará del segundo “libertador” que se ha instalado en las suntuosas mansiones que quedaron en pie para el disfrute único y exclusivo de los “libertadores”. Nunca pudo imaginar George Orwell que su “Rebelión en la granja” se repetiría a miles de kilómetros de la Unión Soviética, pero esta vez de una forma mucho más cruel y más cerca de la realidad de lo que él había escrito en su libro.
Tampoco podíamos imaginarnos ni Catarina ni yo, que un día yo misma me iría a vivir a su añorado paraíso, y que podría conocer de primera mano y con mis propios ojos en lo que se había convertido aquel formidable vergel. Fue al principio de los noventa, durante el llamado “período especial”, del que viví cinco años completos. Ni que decir tiene, y a pesar de las dificultades, que obviamente me enamoré del país, de su luz, de su color, de sus gentes, sus olores, y sobre todo del estoicismo y la paciencia con el que sus habitantes vivían el día a día, y obviamente también, conocí la realidad de las dos Cubas, una para los extranjeros y otra para el cubano, realidad que espero poder contar algún día, pero mientras tanto, procuro informar a todo aquel que me encuentre y que me lee, de que las cosas no son como parecen, y algunas veces ni siquiera parecen como son! ¡Viva Cuba Libre!
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