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Inicio / Cuenteros Locales / moebiux / Quince años con Mario (tragicomedia en un acto de primera persona)

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Recupero aquí otro de mis textos históricos. Pero no histórico porque marcara un hito en ningún lado -probecito, ya tiene bastante con padecer al padre que tiene- sino porque la idea de este cuento me brotó en 1996, aunque no lo acabé de escribir hasta 1998. Fue también de los primeros que colgué en esta web, hasta que quité mis cuentos para registrarlos. Hoy, meses después, lo recupero aquí, que al pobrecito lo tenía abandonado en la soledad de mi maltrecho disco duro, para que le de el aire y vea un poco de mundo.




Cuando a aquel lunes le dio por amanecer, nada vaticinaba lo que ocurriría después: el despertador sonó y yo me levanté declamando dulces recuerdos para los parientes del inventor de tan abyecto instrumento; casi me mato al ducharme por culpa de un inoportuno resbalón debido a una graciosilla y saltarina pastilla de jabón; las tostadas decidieron suicidarse a lo bonzo; el café parecía estar envenenado; al salir de casa me olvidé una carpeta; camino del Metro tropecé con un vecino al que tengo tanto aprecio que estoy pensando seriamente en regalarle un cáncer de páncreas... En definitiva, un típico comienzo de lunes, ustedes ya me entienden.

Lo verdaderamente extraordinario sucedió después, una vez me encontraba viajando en esa limousine del proletariado que es el Metro. Pero para que puedan captar la magnitud de los acontecimientos es necesario que les explique cómo sucedió todo.

Eran casi las ocho de la mañana y, como ustedes sabrán, subirse a un vagón del metro en Santa Coloma en la parada Fondo, a esa hora, se convierte en una experiencia que une vigorosamente a los ciudadanos. Básicamente porque la concentración de pasajeros por metro cuadrado supera con creces lo humanamente saludable. Si, a esta elevada reunión de carne, le añadimos los frenéticos vaivenes a los que nos suele someter el conductor –que convierte al Dragón Khan en una inofensiva atracción para sietemesinos- comprenderán enseguida que el cuadro que les describo es el perteneciente a un día normal y anodino. Como normal es el hecho de que mi brazo derecho –con el que trataba de sujetarme a una barra vertical- estuviera empanado cual vulgar salchicha entre una marujona, que no paraba de refunfuñar lo poco educada que es la juventud de hoy en día, y un joven de expresión autista obstinado en alcanzar el nirvana masacrándose los tímpanos con una serie constante de ritmos epilépticos que vomitaba un pequeño walkman. Pues bien, temiendo perder un brazo al que tengo mucho cariño (soy diestro y, con franqueza, me era imprescindible su uso para el buen desarrollo de mis tareas –además de para comer sopa, ya que lo intenté una vez con el izquierdo y sólo conseguí hervirme la nariz-), decidí cambiar de ubicación y trasladarme a otro lugar del vagón para lograr una postura si no más cómoda, sí más humana. Tras varios forcejeos, codazos, insultos entre dientes y pisotones, logré hallar un hueco detrás de unos asientos que prometía un viaje más relajado. Y digo bien, prometía. Porque no lo cumplió. Y no lo cumplió porque desde aquella posición pude ver algo que me dejó absolutamente perplejo. Vi a Mario. ¿Y qué motivos tenía yo para mostrarme tan sorprendido ante la visión de Mario? Fundamentalmente, tres. A saber:

Uno: que hacía 15 años que no veía a Mario;

Dos: que Mario estaba igual que hace 15 años;

Y tres: que Mario había muerto hace 15 años.

Combinen estos tres motivos (con especial atención al tercero) y podrán entender por qué mi sorpresa inicial se transformó en un sencillo y llano pánico histérico. Abrumado por la visión, logré escapar de aquel maldito vagón justo cuando se detuvo en la siguiente parada, no sin antes haber conseguido aumentar mi nómina de enemigos entre nuevos forcejeos, codazos, insultos entre dientes y pisotones.

Una vez en el andén de la parada Santa Coloma, totalmente alterado, sudando y con la respiración agitada, traté de recuperar la calma sentándome (más bien derramándome) en un frío banco de piedra. Saqué un cigarrillo y, traicionando una vez más mi eterna promesa de abandonar tan nociva costumbre, comencé a darle fuertes caladas. Sentir el humo, sentir mis castigados pulmones, me devolvió poco a poco a la realidad. “Ha sido una mala jugada de mi imaginación. Tengo demasiadas cosas en la cabeza, demasiada tensión”, justifiqué. Mi cargo en el Ayuntamiento colomense como flamante teniente de alcalde del nuevo gobierno del Partido Populista me estaba obligando a sesiones maratonianas de trabajo, sobre todo de relaciones públicas. Había que limar reticencias entre aquellos que me conocían bajo otras siglas, conseguir nuevas relaciones, nuevas servidumbres entre las asociaciones y entidades de la ciudad...

-¿Cómo estás, Pablo?

Me sobresalté. Y con razón. La voz se dirigía a mí. Y era la voz de Mario. Giré lentamente la cabeza y allí lo vi, sentado a mi lado, con aquella sonrisa franca y esa mirada intensa e irónica copiada de los pósters del Che. Volví a girar bruscamente el rostro y comencé a frotarme los ojos. “Tiene que ser un sueño... ¡Eso es! ¡No es más que un jodido sueño..!” Separé las manos de mi cara y, mirando al suelo, traté de recomponer el gesto. Mi estómago comenzaba a morderme con fiereza, como cada vez que me asaltan los nervios. Tenía el corazón desbocado y la respiración descontrolada. Aspiré hondo y me volví rápidamente, dispuesto a enfrentarme a esa maldita visión. No estaba. No había ni rastro de Mario, ni nadie que se le pareciera. ¿Qué puñetas me estaba pasando?

Mario... Quince años ya desde su muerte... Es curioso, por una parte esos quince años parecen un abismo. Por otra, aún recuerdo claramente la noche en que murió, aquella maldita noche de febrero de 1981. Recuerdo que Mario y yo estábamos reunidos en mi casa con otros compañeros del partido, redactando el que debería ser el futuro manifiesto del partido. Por entonces estábamos en plena resaca democrática y aún soñábamos con cambiar el mundo. Desilusionados por la lentitud de los acontecimientos y por la “cobardía” de los gobernantes, nosotros, desde nuestro Partido Comunista Revolucionario Internacionalista de Unificación de los Pueblos Ibéricos (sector maoísta), nos disponíamos a llevar hasta las últimas consecuencias “nuestro destino histórico”. Nos creíamos llamados a realizar la revolución. Tachábamos la actual Constitución de “contrato de venta al capitalismo” y a la democracia de “impotente”. Con nuestro manifiesto “liberador”, pensábamos alzar a las masas obreras y “acelerar la transformación social que los Pueblos Ibéricos reclaman”. En el momento álgido de nuestra discusión, sonó el teléfono; era mi compañera Gabriela. Hablaba muy deprisa. Que habían dado un golpe de Estado. Que en la tele no habían emitido las noticias. Que en la radio emitían música militar. Que dicen por ahí que un montón de militares se habían metido en el Congreso dando tiros. Que habían dado un golpe de Estado. Joder.

La primera reacción fue quedarnos petrificados. ¿Qué hacer? Realizamos una reunión de urgencia y decidimos que lo prioritario “en estos momentos difíciles” era salvar la democracia “burguesa”. El problema es que no sabíamos cómo. En el piso estábamos como gatos enjaulados, por lo que decidimos salir. Unos apoyaban la idea de reunir a todos nuestros partidarios. Otros, más lanzados, querían ir al cuartelillo más cercano, a la comisaría, a donde fuera, pero que nos dieran armas para defender el Ayuntamiento. Mientras discutíamos, entre nerviosos y excitados, nos fuimos acercando a la Plaza de la Vila. Cuando llegamos a la calle Mayor, de pronto, sin saber muy bien por qué, nos pusimos a correr. Antes de llegar al Ayuntamiento nos frenaron unos disparos. “¡Hosti, tú! ¡Han sido en la Plaza de la Vila!”. Detenidos por el estupor, por unos instantes, nos llegamos a imaginar a las “fuerzas opresoras” adueñándose del Ayuntamiento. Y antes de que nos quisiéramos dar cuenta, un par de individuos bajaban corriendo hacia nosotros. Huían de la plaza. Alguien gritó: “¡Los fachas! ¡Que no escapen!” Uno de ellos pasó por nuestro lado como una exhalación. Nuestras miradas se cruzaron diciéndose: “que no escape el otro”. Pero el otro empuñaba una pistola. Sea por la oscuridad, por nuestra torpeza al pelear, o por la desesperación del facha, el tipo se nos escapó. No sin antes dejar escapar un cañonazo. Con el facha dado por perdido, nos preguntábamos todos si estábamos bien: “-¿Pablo? –Estoy bien.” “¿Jordi? –Aquí” “Sí, yo también estoy bien” “Nada, nada, tranquilos, sólo un rasguño” “¿Mario? ¿Y Mario? ¿Dónde está Mario? ¿Mario, dónde estás?”

Mario estaba entre dos coches aparcados, con las piernas encogidas y la cabeza flotando en un espantoso charco de sangre. Un disparo, un solo disparo, le había atravesado el cráneo. Recuerdo gritos, llamadas de auxilio, insultos desesperados, llantos como los de un niño... Y me recuerdo allí, de pie junto al cadáver de Mario, con el estómago mordiéndome, incapaz de creer que aquello era verdad, que no era una pesadilla... Como ahora...

-¿Ya no saludas a los viejos amigos, compañero?

No pude evitarlo. Di un violento respingo, como una cuerda tensada. Otra vez. Con su sonrisa franca y su mirada intensa e irónica, copiada de los pósters del Che. Mario.

- ¿M... Mm... Mario? ¿Q... qué haces aquí? –balbuceé.
- Nada, hombre. Visitar a un viejo amigo.

Mario se incorporó y, con la mano extendida, se dirigió hacia mí. No pude evitar un gesto de repugnancia mientras retrocedía acercándome al arcén. La verdad es que en aquellos momentos tenía miedo. Simplemente miedo.

-¡Déjame en paz!- grité

De reojo vi como un hombre mayor me miraba con suspicacia. Tuve un momento de lucidez y me di cuenta del lamentable espectáculo que estaba dando. Si Mario era sólo una mala jugada de mi mente, la gente que estaba en el andén me estaría viendo como un perturbado. O como un borracho. Mientras tanto, Mario había vuelto a desaparecer. Comenzaba a enfurecerme tanta aparición y desaparición súbita. Debía controlar mejor mis emociones. Ahora era todo un teniente de alcalde y, entre los pasajeros que estaban en el andén, habría más de un votante. ¡Dios mío, no quería ni pensar en la posibilidad de que me hubiese visto algún periodista! O peor aún, un enemigo político... No, no... El futuro se adivinaba prometedor. Si todo iba bien, en las próximas elecciones al Congreso estaría en las listas en un puesto alto. No dejaba de tener su lógica: mi pertenencia durante años al Partit dels Catalans Socialistes me daba cierta pátina de moderado que el partido insistía en cultivar. Naturalmente los había que me miraban con evidentes recelos pero, por fortuna, fui lo suficientemente inteligente como para abandonar el barco hace unos años, antes de que comenzaran los escándalos a nivel estatal. Eso me libró de tener que realizar los sobreesfuerzos a los que se ven obligados los conversos y evitó mi defenestración como político. Defenestración... Pensar en esa palabra me provocó un escalofrío. No pude evitar recordar de nuevo aquella fatídica noche en el 81; ni aquella otra en octubre de 1982, cuando decidí que nunca más sería un pringao, un jugador de tercera división, un iluso iluminado como... como...

-¿Mario?
-Vaya, Pablo. Por fin me recuerdas.

Estábamos los dos de pie, pisando el arcén. Sentí que me estaba mareando. Eché una ojeada alrededor. Nadie parecía mirarme. Todos se comportaban con naturalidad.

-Nunca te he olvidado, Mario –susurré.

Y era cierto. De una manera u otra, Mario había mantenido su presencia alrededor mío. Lo recordaba cada vez que, en la sala de Juntas del Ayuntamiento, mi mirada distraída chocaba con los agujeros de bala que todavía se conservaban como restos de aquella noche; lo recordaba cada vez que tropezaba con un retrato del Che; cada vez que me encontraba por casualidad con mi novia de entonces, Gabriela; cada vez que, en alguna manifestación, veía a algún joven barbudo parecido a los de antes...

-Gracias, Pablo. Eso era todo lo que quería saber.
Mario volvió a sonreír abiertamente. Y se abalanzó sobre mí, dándome uno de aquellos abrazos fraternos que nos dábamos los “camaradas” tras haber dormido toda una noche en comisaría. En aquel preciso instante, la vista comenzó a fallarme. También recuerdo el abrazo de Mario. Apenas si notaba sus brazos, pero sí que noté un enorme peso, como si algo me estuviera empujando hacia abajo. Noté también un frío terrible, y la respiración comenzó a fallarme.
En medio de esa situación tan angustiosa era normal que hiciera lo que hice. Yo sólo quería desembarazarme de Mario. Por eso di aquel empujón casi desesperado. Apenas si distinguía a las figuras que me rodeaban, todo se había convertido en una especie de espesa niebla. Sí que logré adivinar que alguien caía a la vía. También oí gritos y noté como unas manos me sujetaban. A partir de ahí es cuando perdí el conocimiento.





Esta es la historia que conté innumerables veces ante mi atónito abogado; ante mi desesperada familia; ante mis horrorizados compañeros de partido; ante el resignado juez... Nadie me creyó, por supuesto. Pero... ¿cómo iba yo a pensar, en aquellas circunstancias, en que los fantasmas son intangibles? ¿A quién se le iba a ocurrir que detrás de Mario estaba un joven insumiso colomense?
Como ya he dicho antes, nadie se tomó en serio mi historia. El joven insumiso murió arrollado por el tren y a mí me condenaron a esta fría celda. Mi abogado logró que aceptaran “enajenación pasajera”, por lo que estoy aquí por homicidio, no por asesinato. Aunque, para el caso, da lo mismo. Son demasiados años. Y mi carrera política está absolutamente destrozada, tan enterrada como los restos de ese insumiso. O de Mario...
Vaya, Mario. Quince años después, has consumado tu venganza. Por fin he logrado entender por qué volviste. Lo entendí durante el juicio, lo cual provocó que se me escapara una sonrisa de satisfacción, sonrisa que confirmó entre los asistentes que algo no funcionaba bien en mi cabeza. ¡Estúpidos! No entienden que todo viene de aquella noche del 81.
Porque en aquella maldita noche, de alguna manera, yo también maté a Mario.




© ® Pedro Marín Mármol, 2003

Texto agregado el 06-05-2004, y leído por 3053 visitantes. (7 votos)


Lectores Opinan
04-09-2008 Un buen texto que cumple a la perfección la función para la que, desde mi punto de vista, fue escrito. Hacer pasar un buen rato con su lectura. Quizás, por sacarle un "pero", el final es algo previsible pero esto no le quita méritos. Quizás el problema sea que empieza con un nivel muy alto que resulta difícil de mantener. Muy bueno el desarrollo personal del protagonista a lo largo de la historia. Una velada críntica a nuestros políticos. poirot
17-01-2005 Hay, a mi parecer, dos (si no es que más) textos diferentes en este cuento. Esto se debe al tono en que está narrado. Al principio, con la clásica ironía fina que caracteriza a los textos de Moebiux, se relata una historia que pinta para ser divertida en extremo. Y luego, la “defenestración”, o tal vez sólo el cambio. El narrador socarrón se convierte en un serio personaje que sólo se limita a contar una historia fantástica, y ya. El final, además, lo siento facilón, como si de repente fuera imperante la necesidad de terminarlo y no se tuvieran más ideas. demabe
25-11-2004 Fantasmas, recuerdos y remordimientos... esos son los protagonistas... y qué bien lo cuentas. luna-lunera
01-10-2004 Impresionantemente bueno y entretenido. Otra vez felicitaciones. jorval
25-05-2004 Olvide dejarte mi puntuación y el titulo del cuento: "desesperantes" Saludos kitty
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