Colgó el teléfono despacio, se reclinó en su silla y recordó aquellos tiempos pasados, cada vez más enmarañados en la nociva telaraña de la nostalgia. Fue de los primeros en aparecer en la casa al día siguiente, entrando por la puerta principal, quitándose de su camino las cintas amarillas y mostrando su credencial a los policías que lo saludaban con la mano. Enseguida se encontró con el cadáver, perfecto, con el rostro limpio de las asperezas de la edad, sin ningún signo de sufrimiento; casi como si no fuera realmente él. No se detuvo en el cuerpo, ni se alejó con una mueca de dolor, sino que siguió con su recorrido de la casa, deteniéndose en cualquier objeto sin más, como si el cuerpo inerte no fuera más importante que el resto. Estuvo cerca de dos horas deambulando por la casa, dejándose llevar por recuerdos embotellados en cuadros o en sus mapas dibujados a mano, de aquellos lugares que nunca visitó. Por último encontró el tablero de ajedrez que había dejado la otra noche, lo inspeccionó de cerca y, luego de unos minutos, salió de la habitación y se marchó a trabajar... Cuando llegó a su casa por la noche, encontró un libro con una carta entre sus hojas encima de su escritorio. Cuando terminó de leer ya casi eran las doce, fue a servirse una copa de vino, y se fue a descansar en su sillón con una larga sonrisa en su rostro. La muerte se lo había llevado, pensó, sin embargo, al final fue él quien le ganó la partida de ajedrez.
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