1
La mató con exquisitez. Vibrando con cada uno de sus estertores, sintiéndolos multiplicarse en sus entrañas. Esa agonía fue deliciosa y lo inundó de placer. El oído derecho había dejado de dolerle. Miró la hoja del cuchillo, el mango nacarado, el dragón de plata incrustado; sintió el filo en los labios y una gota de sangre se le escurrió entre el bigote enmarañado. La capturó, la degustó. Y como un rayo, disparó un nuevo estiletazo al cuello de la chica. El último hálito de vida se escurrió mientras el metal se ensañaba con la tráquea. A Emilio Dorfer, profesor de literatura de profesión, se le escapó un gemido. Y gozó con ese crimen perfecto, que no sería el último. Porque ahora le tocaba a la niña.
2
El agua tibia le acariciaba la nuca, bajaba por la espalda, se escurría en remolinos. Dorfer apoyó la mano izquierda en los azulejos despintados y la punzada en el oído fue brutal. Cerró los ojos con fuerza, se los restregó, y dirigió torpemente los dedos a la sien. Se los miró: había sangre bajo las uñas. Casi perdió el equilibrio al aferrarse al cepillo. La bañera daba vueltas.
- Papá, ¿te falta mucho?
¿Qué hacía ella en el departamento a esa hora?
- Papaaaaaaá...
- Ya salgo, mi amor. Esperá.
¿Dónde estaba el cuchillo? En el baúl del coche, seguro. Dorfer seguía intranquilo; había dejado la ropa en el piso del dormitorio. Su hija debía estar en el gimnasio en ese momento. El dolor se le estaba ramificando; le invadía la frente, bajaba por la nariz y se le metía en la garganta, hasta volver al oído. Enloqueció con ese círculo de púas que le arrancaba la carne y el vómito le brotó incontenible.
- ¿Papá?-, preguntó Andrea a media voz, recostada en la puerta del baño, afligida. Con miedo.
Dorfer la odió. Había caído de rodillas, exhausto. Le temblaba el brazo derecho, el mismo que había aprisionado tantos cuellos en el ritual del espinazo triturado. La odió y se odió.
- Estoy descompuesto, Andrea. ¿Podés preparme un té?
- Sí, pa. ¿Querés que baje a comprarte algo a la farmacia?
- No. Ya salgo, dame cinco minutos.
Sintió los pasos en dirección a la cocina y se decidió a erguirse. Le daba pánico la posibilidad de que otro ramalazo implacable lo dejara al borde del desmayo. Repasó mentalmente: el cuchillo estaba debajo de la rueda de auxilio. Limpio, inmaculado. Fantaseó con que lo tenía en la mano, listo para desgarrar la cortina, para probarlo en su propio muslo, surcado por un cruce de caminos con forma de cicatrices. Para hundírselo a Andrea en la base del cráneo. Recién en ese momento Emilio Dorfer, 51 años, respetadísimo estudioso de la literatura inglesa, se sintió mejor.
3
La lluvia lo ponía de buen humor. Su padre había muerto una tormentosa mañana de diciembre, ahogado por la bilis, los ojos inyectados de locura. Dorfer permaneció indiferente aquel fin de semana, apenas un cosquilleo juguetón y muy agradable en la boca del estómago cuando cargó el ataúd y lo depositó suavemente en el pasto mojado. Tenía 25 años, un título de licenciado en Letras, una esposa a la que no amaba y el firme deseo de matar.
Se acomodó bajo el alero de un almacén, en la esquina, para mirar con detenimiento los chicos que salían de la escuela. A Dorfer le martillaba el pecho, eufórico. Precavido, había dejado pasar seis meses desde su último banquete. Ya no soportaba la abstinencia, tenía el cuchillo en el bolsillo interno del sobretodo y lo acariciaba de arriba a abajo. Los ojos del dragón, dos refulgentes piedras preciosas, sobresalían en el diseño plateado y le rozaban la piel.
La niña apareció de repente, corrió a toda velocidad, chapoteando en los charcos con sus irresistibles botitas amarillas, y se detuvo, jadeante, en un quiosco. Dorfer se deleitó con el pelo ondulado, prolijamente decorado con cintas de colores, y con esas mejillas carmesí a las que pretendía despedazar con instinto de chacal.
Era jueves. La madre de la niña se demoraría 10 minutos más de lo habitual y ella la aguardaría comiendo caramelos, paciente. Como todos los jueves, cuando la mujer se liberaba en un hotel mugriento y glorioso y disfrutaba sin complejos de los golpes y los orgasmos que su marido nunca podría regalarle. Dorfer la había seguido, la había espiado y la había deseado. Así, rugiente de placer con cada laceración.
Miró el reloj y celebró la puntualidad de la mujer. Era el último ensayo, dentro de una semana la niña sería suya. El oído casi no le dolía; apenas un ronroneo, casi una picazón. Emilio Dorfer estaba listo para asesinar y apasionado por la novedad: nunca había torturado una nena de nueve años.
4
Chesterton. Un aula repleta. Las clases teóricas aburrían a Dorfer, pero no tenía forma de librarse de ellas. Prefería las prácticas, el cara a cara con esos chicos que soñaban cada noche con James Joyce y remontaban el río Congo de la mano de Joseph Conrad. Chicos sin talento, se repetía. Los despreciaba, aunque nunca se habría animado a humillarlos.
Eligió empezar la clase con el texto de Borges sobre la guerra de Malvinas. Estaba aburrido y el oído le dolía desde la mañana. Era miércoles. Faltaban tan pocas horas...
- Juan López y John Ward. Jorge Luis Borges humanizó la guerra de Malvinas a través de este pequeño relato, pero no vamos a dedicarnos a él. A través de su lectura hay una pequeña clave que nos permitirá llegar a quien realmente nos interesa.
Dorfer enseñaba sin pasión, casi sin elegir las palabras ni enriquecer las ideas. Y aún así era brillante.
- Leelo, por favor-, le ordenó a la muchacha radiante y de escote descomunal que había registrado cuando ingresó al salón. Ella se acomodó los anteojos con el índice, echó una miradita triunfal al auditorio y empezó: “les tocó en suerte una época extraña...”
Dorfer, que había memorizado esas líneas casi al momento de descubrirlas, escudriñaba ojos, expresiones, emociones. “Esa división, cara a los cartógrafos, auspiciaba las guerras...”
Pensó en su padre. Y en su madre. “Los enterraron juntos. La nieve y la corrupción los conocen”.
Pensó en la niña. “El hecho que refiero pasó en un tiempo que no podemos entender”.
La muchacha terminó y, mientras le devolvía la carpeta, lo miró descaradamente. Dorfer decidió, en ese instante, que ella viviría.
- Quiero que le presten especial atención a un párrafo. Ese segmento que dice “López había nacido en la ciudad junto al río inmóvil; Ward en la ciudad por la que caminó Father Brown”. ¿Alguien sabe de quién está hablando?
Silencio, algún carraspeo. Dorfer estaba por seguir, mecánicamente, cuando vio la mano apuntando al cielo. Era una mano larga, huesuda, proyectada por una campera negra de cuero. Una mano insultante, se dijo. Indigna, se convenció.
- ¿Si?
- Es un personaje de Chesterton. Father Brown. Es un personaje de Chesterton.
A Dorfer no lo sorprendió la respuesta, sí de quién venía. El resto de la clase fue una tortura para él, una sucesión de tropiezos, mientras una aguja se ensañaba con su oído.
Emilio Dorfer, que nunca había matado un hombre, decidió en esos momentos que el novio de su hija conocería el verdadero significado del dolor.
5
Más lluvia. Y frío. La escenografía ideal. Sacó el cuchillo de la guantera, lo miró con deleite y se practicó una pequeña incisión en la yema del anular izquierdo. La sangre correteó dedo abajo, lista para escurrirse rumbo a la palma, cuando Dorfer la capturó con un movimiento preciso, salvaje. Estaba listo.
Le refulgió la mirada cuando detectó las botitas amarillas, otra vez a los saltos. Y se sorprendió al comprobar que a la niña le habían cortado el pelo. No pudo reprimir una sonrisita: él se había afeitado el bigote esa mañana.
Más tarde, en la ducha, maravillado, repasó cada momento. Nunca pensó que sería todo tan sencillo, a punto tal que en algún instante la adrenalina había fluido con menor intensidad que la habitual. El rapto, el golpe magistral, la lona cubriendo a la niña en el piso del coche, las calles desiertas, la casa del barrio. La de sus padres. Sólo él tenía la llave.
Era una de esas construcciones de principios de siglo, la típica casa chorizo con zaguán, recibidor, patios y las habitaciones sucediéndose una tras otra. Dorfer había achicado el comedor y eliminado el balcón señorial para convertirlo en una espaciosa cochera. Arrastrar los cuerpos inertes hasta el cuarto de los gritos ahogados era un ejercicio estimulante. Y cargar a la niña fue un juego.
Cruzó el patio a toda velocidad, evitando de memoria las baldosas flojas. La niña empezaba a moverse. Dorfer echó una ojeada a la cocina. Un enjambre de cucarachas recorría la mesada, se metía por los anafes, bailaba en los zócalos la danza del hambre. Apretó el paso, y mientras sostenía a la niña sobre el hombro derecho sacó el manojo de llaves del espacioso bolsillo del sobretodo. Los nudillos chocaron con el nácar del cuchillo y los latidos se le aceleraron. El candado cedió con un chasquido y, mientras respiraba ese embriagador aroma a encierro, humedad, vidas sesgadas y sufrimiento, colocó suavemente a la niña sobre la vieja mesa de roble.
La chiquita se acomodó sobre el costado derecho. El parietal izquierdo exhibía las huellas del mazazo que Dorfer le había aplicado en el coche. Un hematoma púrpura, de extraña perfección en su circularidad. Dorfer presionó sobre esa sangre acumulada bajo la piel virgen y la niña, todavía inconsciente, se estremeció.
Buscó la cinta para embalajes y rodeó la cabeza de la niña, a la altura de la boca, con fuerza. A Dorfer no le gustaba escuchar súplicas ni quejidos ni razones. No porque fueran a conmoverlo. Pensaba que la condición de cordero era una suerte de regalo divino que no debía mancharse con la torpeza de un ruego. El sacrificio era un acto demasiado sublime como para rebajarlo a través de los lamentos.
Se sentó en la mecedora de su madre. El mimbre crujió. Mientras aguardaba que la niña se despertara, listo para recorrer el cuerpecito vibrante con la hoja del cuchillo de su abuelo, manoteó el libro de tapas duras de la repisa y se sumergió en el universo de Ralph Waldo Emerson. El zumbido en el oído lo acompañaba, pero no lo molestaba.
6
Emilio Dorfer había matado a su esposa un primero de enero a las cuatro de la madrugada. Andrea tenía seis años. La había enterrado bajo las tablas del que había sido su dormitorio. Allí también fueron a parar los despojos de la niña. Lavó con cuidado el plástico con que la había envuelto en el coche y con el que cubrió la mesa de roble. Limpió el piso de la habitación del placer. Puso el cuchillo bajo la rueda de auxilio y se marchó a casa, exultante. A Emilio Dorfer le quedaban dos horas de vida.
7
Cuando salió de la ducha escuchó el portazo. Andrea.
- ¡Pa! ¿Estás?
- Sí, amor. Me estoy cambiando.
- ¿Puede venir Felipe a comer?
- ¿Qué Felipe?
- No seas malo.
- ¿Te contó de la clase de ayer?
- Sí, me dijo que fue el único que sabía una respuesta de...
- ¿De?
- De un escritor.
- De Chesterton.
- Sí, de Chesterton.
- ¿Quién es?
- ¿Sabés que hay en esa pieza? Son libros, Andrea. No hacen nada.
- No empecés.
- Bueno.
- ¿Puede venir o no?
- Puede.
La idea de compartir la mesa con el muchacho le devolvió a Dorfer el malhumor del miércoles. Empezaban a desvanecerse las imágenes del cuchillo volando sobre el vientre de la niña, los ojos del dragón brillando en ese vaivén excitante. Y la puntada en el oído fue atroz.
- Supongo que vas a cocinar.
- Sí, pa. Milanesas. Las compré preparadas, hay que freirlas. ¿O se dice fritarlas?
- Mmmm.
- ¿Me das plata así pedimos un kilo de helado?
- ¿Por lo menos puedo elegir un gusto?
Andrea se le acercó y lo besó en la mejilla. Cerca del oído. Tuvo ganas de descuartizarla.
- Sacá del tarro.
- Te amo.
8
Dorfer abrió la heladera, buscando cerveza, agachándose apenas, y diez segundos después de aferrar la lata ya estaba muerto. La hoja del cuchillo de cocina penetró con sorprendente facilidad en su cuello y lo atravesó por completo. El cuerpo se desplomó y Andrea, los labios húmedos y los ojos encendidos, lo apuñaló siete veces en la cabeza.
La sangre corría por los cerámicos blancos, empapaba las zapatillas de Andrea, le rodeaba las rodillas, caliente, más espesa que nunca. No pudo reprimir el grito liberador, feliz, complacido. Ya no tendría que perder el tiempo jugando a Dios con animalitos ni consumida por las fantasías. Como su padre, tantos años antes, sabía que matar era, más que un destino, la más bella de las obligaciones. Lo que la sorprendía, mientras preparaba con minuciosa e irresistible perfección la escena para adjudicarle el crimen a Felipe, era ese inexplicable dolor que le taladraba el oído derecho.
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