La amargura en la mirada.
Profunda tristeza en el rostro.
Te marchaste.
Tu hora llegó.
Era la hora de todos.
Tu conciencia lo sabía.
Tu razón no entendía.
Bohemio solitario.
Amado y seguido,
odiado y perseguido.
Tu llegada nos dió esperanza y luz.
Tenías que ser hombre
y como hombre, tenías que morir.
Lo habían decidido en las Alturas.
¿Dónde estarán las Alturas?
Allí donde proclamabas tu Reino.
Quisiste sembrar el mundo
con la paz de tu alma.
Pero la carga, ¡qué carga!
Demasiado pesada.
Tus amigos, los más débiles.
Tus palabras revolucionan.
Y Tú, el más incomprendido.
¿De dónde llegaste?
¿Dónde te fuiste?
Tuviste miedo.
Pero el miedo de los valientes.
¡Malditas monedas!
¡Malditos fariseos!
Pero Tú los amas,
y lloras por los que te han herido de muerte.
Sangra tu cuerpo,
pero más sangra tu alma.
No hay vuelta atrás.
Ahora, clavado y martirizado
como jamás lo fué hombre alguno,
miras hacia arriba
buscando una respuesta.
Llamas a tu Padre. Nada.
¡No me abandones! Silencio.
Tu sangre riega la tierra
de esos hombres que tánto amaste.
Y esa Dolorosa que te mira desde abajo,
de rodillas en el suelo postrada,
a Ella, no podrás consolarla.
La miras con amargura,
con pena desconsolada.
Y con ese dolor, te vas.
Cerraste los ojos.
Se quebró el cielo
y la luz del dia se tiñó de rojo.
Se heló el mundo
y ardieron todos los corazones.
Había muerto un hombre.
No fué el fin.
Todo, acababa de comenzar.