Me cuentan que en una antigua nación montañosa hidratada por el océano Índico, había una gema blanca como diáfano algodón, única en su especie, denominada ahariya (pesquisas filológicas y etimológicas aparte, no dispongo de datos). La ahariya era considerada legendaria por el punzante esoterismo que le atribuía el individuo que la custodiaba, el mago Zak.
Dícese que la piedra (con forma de gota) variaba de color con arreglo a los variopintos estados anímicos de quien la cogiera, a saber: roja se tornaba si uno estaba colérico, verde si relajado, azul si triste, negro si se hallaba alguien al filo de tensiones de tinte patológico... Asimismo, se habla de otros colores factibles, correlativos a ignotos vericuetos de la complejísima psique.
El mago la exhibía en una plaza, a diario, a manera de genial descubrimento, cobrando a los curiosos por participar en las delicias de una comunión mágica; el alma retratada en oscilaciones cromáticas, un ser humano conectado a un mineral...
Hasta aquí puedo narrar, siento no saber más acerca de la historia (o mito) de la ahariya, pero puedo añadir que cada noche, en cada sueño esta leyenda que data de hace varias centurias, me es enseñada, sin hilos conductores temporales, por un ente indefinido de voz engolada, y una gema igual a la ahariya, se torna negra y calcárea en mis manos, diluyéndose en fino polvo portador de miasmas fétidos... Despierto con náuseas, creyendo que estoy muerto, creyendo ser un personaje ancestral deconstruido en concatenadas transmigraciones.
Ruego a quien lea este relato, que intente comprender mi situación: tengo una gema de hipnótico color albar en una mano, pero en mi mente se representa negra, tóxica, y yo mismo, Zak, huyendo sin presente ni futuro. |