Todas las mañanas, a primera hora acudo a la misma estación de trenes, para tomar el mismo tren que me transporta al mismo destino. Un día como cualquier otro arribé, tan osificado por la costumbre como era lo normal, hasta que... un par de detalles irrumpieron en mi conciencia como implosivos sollozos; de mis labios fue extirpada una sonrisa sobria y automática. En primer lugar me apercibí de que la taquilla estaba cerrada herméticamente. Luego presencié a un hombre vestido con una modesta gabardina, alto como un obelisco, umbroso como un ave nocturna, dando vueltas en un mismo sentido -antihorario respecto de mi ángulo de observación- y atendiendo al pesado tic tac del reloj. Insólito.
Un foco parpadeó fuera con congoja, deduje que el tren estaría por arribar, el "mío", el de siempre, y que no estaría el locutor con su voz pastosa para anunciarlo, por tanto era menester ir sin dilación al andén 1, el de siempre.
Ahí estaba yo, en el andén, retozando con un firmamento todavía ataviado con negruzcos reflejos, llorando hilillos de neblina. ¡El tren, el "mío", se marchaba por el andén 2! Lo he perdido, tartamudeé "a-a-di-ós" a esa saeta vertiginosa... La sombra de una mano acarició mi cuello, una sombra tosida por el karma enfermo de intransigencia que me domina...
La desesperación estaba en ciernes.
Reinventar el camino es tarea ociosa, y sin embargo a diario lo hago, y desde hoy soy libre pasajero de otro tren. |