[Esto es un ejercicio de estilo para desoxidarme, tras tanto tiempo sin escribir. No es más que el comienzo de algo que podría ser. Es, pues, algo inconcluso cuya única finalidad es recalentar motores]

Después de estar cavando tres horas, los dedos empezaron a sangrarme. La tierra que tenía debajo de mí se me aparecía como una verdad horrible, aterradora. Una verdad que aunque no quisiese aceptar, se iba introduciendo irremediablemente en mí, bajo mis uñas. Por fin había vuelto al lugar donde había nacido, con una única imagen en mente, la pálida figura de Bianca.

Sólo había vuelto para reencontrarme con su mirada violentamente verde. Pero había pensado que iba a ser algo que vería tras llamar a una puerta, no tras abrir un ataúd. Yo pensaba que me bañaría en sudor antes del reencuentro porque la tensión paralizaría cada uno de mis músculos, no porque tendría que cavar en busca de una tumba. Y mientras más hondo se hacía el hoyo, menos creía que Bianca, que sabía almacenar la calidez de varios veranos en una sola mirada, estuviese enterrada bajo la fría tierra del cementerio. Mis uñas acabaron de romperse cuando, sin darme cuenta, continué intentando cavar tras darme con la madera. Ignorando el dolor, me abalancé a abrir el ataúd.

El corazón se me encogía ante la duda de si vería sus delicados párpados repletos de la frialdad de la muerte o bien sus verdes ojos paralizados en una última mirada que no se había dirigido a mí. Pero el destino quiso que no fuese ni una cosa ni la otra. Yo lo sabía: si Bianca había muerto sólo podía haberse trasfigurado en un pájaro o en un ángel, para así habitar el cielo, que siempre le había pertenecido, como así lo había hecho todo lo que fuese digno de cierta belleza. En efecto, el ataúd estaba vacío. Y por un momento sonreí; sonreí como jamás hubiese hecho de haber sabido por qué ella no estaba allí, a varios metros bajo tierra.