Por fin. Ella está frente a mi, sentada en la mesa del café. Hoy yo no soy el escritor de cuentos. Soy el hombre, que en los cuentos se transforma en escritor. Y ella no es la mujer que transformo en princesa para decirle de mi amor. Hoy es la mujer a la que amo, simplemente. Por fin, ella aceptó salir conmigo a tomar algo.
La gente camina por la calle, cada uno una sombra. No puedo reconocer sus rostros, y pasan rápido, como fantasmas. No llegan hasta el fin de mi mirada. Se van antes.
Pero a ella si la veo. Veo su rostro que fue fresco, ajado y triste. Veo sus ojos que fueron alegría, pequeños y lejanos. Y sonríe, como cualquier mujer.
Le iba a decir que estoy enamorado de ella. No puedo. Su sonrisa no me hechiza, sus labios no me atraen.
Digo algo para provocar su risa. Se ríe, como una mujer mas. No es un trino, es una risa, solamente. No siento nada.
¿Qué pasó? Estoy enamorado de ella, pero no siento nada. No. No estoy enamorado de ella, porque no siento nada.
La miro. Quiero besarla con mis ojos, como en mis cuentos. Nada. Siento duros mis ojos.
Ella me dijo que no me quiere. ¿Será por eso? ¿Será por eso que ya no estoy enamorado de ella?
Ella dice, con una sonrisa insulsa, fingida: “¿No me vas a decir que me querés?”
Cierro los ojos. ¿Cómo hago para decirle que ya no siento nada por ella, que su sonrisa no me esclaviza?
Abro lo ojos. Amanece un día de primavera, y pienso en su sonrisa hechicera. El sol se remonta sobre el río marrón, allá lejos. Me levanto. ¿La veré hoy?
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