Dicen que la derrota, si no te mata, te hace más fuerte.
Yo, tras la última, ya nunca me sentí más fuerte. Me hice un ovillo y me tendí sobre mi cama hasta que todo acabara. Transcurrieron dos, tres, cuatro, cinco meses, y yo seguía hecho un ovillo. Vino gente, gente que me quería, incluso gente que me amaba, gente que intentó deshacer el ovillo. Con el paso del tiempo todos claudicaron al igual que ya hacía tiempo que había claudicado yo.
Volví a quedarme sólo, yo, en mi ovillo.
Luego me internaron. Primero fue en un hospital, pero cuando allí también se dieron por vencidos me pasaron a una institución, un lugar donde ya se limitan a guardarlo a uno. Guardarlo de los demás y también un poco de si mismo.
Un día, tras mucho tiempo, algo debió pasar, yo creo que fue un cambio de director en la institución, una nueva corriente en la psiquiatría o ambas cosas a la vez, pero el caso es que pasé de mi habitación individual con soledad y silencio a compartir sala con el bullicio de los otros desquiciados.
Fue allí donde escuche por primera vez el monótono y repetitivo lamento de Bolivar. Durante meses no le hice caso, pues uno ya había perdido esa capacidad, pero a fuerza de repetirlo él y de escucharlo yo una y otra vez, una y otra vez, acabé interiorizándolo, y por primera vez en muchos años el ovillo comenzó a desmadejarse.
Recuperación milagrosa, excepcional y única, lo llamaron, así, todo junto. Tuve que volver a aprender a caminar, a comer, a hablar a recuperar todo lo desaprendido.
Reaparecieron algunos, algunos, no todos, de los que ya me habían dado por perdido. Se lloró y se rió mucho durante ese tiempo. Yo también reí y lloré, lo hice para empatizar con ellos y las milagrosas circunstancias, no fuera que no me dejaran salir de la Institución.
El día antes de que me dieran el alta, pedí, por favor, que me permitieran regresar unos minutos a la sala de los desquiciados, la de los casos perdidos. Los psiquiatras se miraron con recelo, platicaron en un rincón, y tras el debate decidieron que eso podría ser contraproducente. Les hablé con serenidad y les expuse mis motivos, una sarta de mentiras, por supuesto, pero una sarta coherente y bien elaborada. Accedieron.
Pude acercarme a Bolivar, que seguía en su lecho repitiendo su monólogo de siempre, su largo y confuso monólogo que nadie se había parado ni a escuchar ni a intentar comprender. Me arrodillé junto a él y le susurré al oído que ya podía cesar su letanía, su mensaje había encontrado, no sólo destinatario, también mano ejecutora. No abandonó ni sus palabras, ni siquiera su monótono tono de voz, pero esbozo una casi imperceptible, por breve y casi desdibujada, sonrisa.
Tuvieron que pasar, todavía, un par de años, pero yo sabía que eso no importaba. Lo importante era el lugar, quien se encontrara allí en el momento que yo, no, no yo, que la providencia, o mejor aún, que el destino, eligiera.
Durante esos dos años di muestras fehacientes de haber rehecho mi vida, todo fue fachada para hacerles confiar en que el círculo se había cerrado y mi renacer había concluido. Primero, los que antes me consideraron suyo, me sobre protegieron, pero poco a poco, viendo que volvía a ser él de antes, ese que ya nunca sería aunque ellos no lo notoran, me fueron dejando espacio. Tras dos años pude, por fin, disponerme a comenzar mi tarea.
En el monólogo de Bolivar se mencionaban veinticuatro direcciones, veinticuatro lugares distribuidos a todo lo largo y ancho del país. Comencé por el primero. Quien me abrió la puerta fue un niño, tendría unos diez años, no se yo porque un niño de unos diez años estaba sólo en casa, ni tampoco se porque un niño de diez años abría la puerta a desconocidos. Sería el destino. Le introduje el punzón entre las costillas, le tapé la boca con la otra mano para que no chillara, como a ti, y cuando vi que ya las fuerzas le abandonaban, acerqué su cabecita a la mía y mientras le acariciaba el pelo esperé a que pronunciara esas últimas palabras antes de expirar. Las memoricé y al día siguiente acudí a la Institución, junto a Bolivar, que continuaba con su perenne monólogo y se las susurré al oído.
Repetí el proceso, extrañamente sin dificultades, una y otra vez durante los siguientes meses. Acudía al siguiente lugar, terminaba suavemente a la persona que allí se encontrara, memorizaba su última frase, la que pronunciaba justo antes de expirar, regresaba junto a Bolivar y se la susurraba al oído.
Yo sólo no soy capaz de armar el complicado rompecabezas que forman esas últimas frases de los veinticuatro elegidos, pero me doy cuenta, de alguna manera, de la grandeza de lo que se avecina. Vislumbro que, en cuanto le susurre a Bolivar esta última frase, la que dentro de unos segundos, con tu último halito me revelarás, el mundo, al menos el mundo tal y como lo conocemos, nunca volverá a ser el mismo.
Y ahora, hermosa, tú, la última, susurra para mí.
Ella lo miró con los ojos acuosos, ya prácticamente desangrada, sin entender nada de lo que ese hombre le decía, no comprendiendo porque la había matado. Y con el último suspiro susurró, con una voz y una voluntad que no era ya la suya :
-Y entonces las puertas restarán abiertas para él, como así se narra en el Kitah Al- azif.
Vuestro,yo debería dedicarme a otra cosa que diera dinero;
Dolordebarriga |