Ascenso
Sentirás que las uñas de los pies se clavarán en el suelo. Se aferrarán a él como raíces, dando un sinfín de volteretas bajo tus tobillos, entre el pasto, sobre la tierra. Simularán estar desprovistas de cuerpo. Querrán confundirse en el fango esperando que el resto de tu persona desista de subir. Temblarás ansioso por emprender la ascensión hacia las ramitas que, simulando ser fuertes, darán la impresión de soportar tu anatomía.
Verás la cuesta: un brazo regordete, color pardo, que desprende dos o tres bracitos torcidos entre sí y éstos, a su vez, se entretejen tratando de confundirse entre otros más pequeños, deseando formar una telaraña para ocultar que existe el cielo o esperando, en el menor de los casos, el retener las hojas secas.
Tu lengua, tostada durante la noche por un sabor amargo, esperará ansiosa por degustar el sabor dulce de la esfera que habrás de cuidar por días: desde que fue una simple flor blanca y fría, quizá, hasta convertirse en una carnosa esfera amarilla. Será esta misma imagen de la pelota, cubriéndote el cerebro, la que no te dejará razonar que para el salto entre tú, la rama, la guayaba y la pared existe demasiada distancia para tus descarnadas piernas. En tu cabeza revolotearán esas estúpidas ideas de volar, mismas que bajarán hasta tu vientre. Sin embargo, no harás caso al dolor. Descubrirás en años posteriores, sólo después de haberte hecho varios análisis, que el dolorcito aquel que pensabas era un simple hormiguero era en realidad un principio de gastritis que descuidada tendrá como secuela ser la causante de dos de tus tres cirugías. Subirás al árbol, despacio. Te posarás exactamente enfrente del fruto. Tomarás un descanso. Mientras revelas un pequeño temblor en el cuerpo, pensarás que es normal, que ya lo habías sentido, pero será diferente: las hebritas de miedo comenzarán a salir entre el cabello, vendrán a la mejilla y caerán en tu boca. Verás una gota de lluvia caer sobre la esfera y otra sobre tu nariz, esta última se esconderá sobre las muchas otras que tu cuerpo habrá transpirado. Desde tu sitio, esa mañana, la esquina de la pared estará demasiado lejos, no le tomarás importancia, así como no le darás importancia a lo que tu razón dirá con sólo sentir que la ramita donde estará posada tu humanidad será demasiado frágil para soportarte.
No percatarás que el reflejo de la ventana, frente a ti, será probablemente el que impida calcular la distancia entre tú, la fruta y la pared y por ende la fuerza requerida para llegar desde tu sitio hacia el otro extremo.
Saltarás. El momento será lento: te dará el tiempo necesario para observar, por el lado izquierdo de la ventana, a tu madre observarte caer por el lado derecho de la ventana. No te dará tiempo de analizar este hecho pues sólo será un momento antes de oír el eco sordo de un cuerpo rebotando en el suelo: el tuyo. Tu cabeza dará vueltas sobre preguntas que no lograrás articular de forma coherente, será esto, quizá, lo que no te haga buscar, tampoco, respuestas coherentes por el resto de tu vida. El golpe sólo te dará tiempo de sentir lo pesado que se ha vuelto la telita de los párpados y lo frágil que son los huesos. No te darás cuenta cuando tu cuerpo será levantado. Verás, eso sí, la cara de tu madre llena de costras de sangre seca. Pensarás en preguntarle que le pasó, pero eso será después: estarás cansado. Harás un último esfuerzo: abrirás los ojos, uno de ellos divagará dentro de ti, el otro, aún con fuerza, irá de izquierda a derecha, se detendrá en un costado para asegurar que el golpe no fue en vano, dándote el gusto de saber que la guayaba pende de tu mano izquierda y que todos los nervios de ésta se confabulan en llevar el fruto a la boca, pero eso te será imposible pues la muñeca será ya sujetada por un torniquete de ligas y trapos rotos que ha puesto tu madre sobre la herida. La vista caerá al suelo. Tu último parpadeo observará un par de uñas clavadas, por un extremo, al suelo, en el otro incrustadas en dos pies arrancados desde el talón.
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