Iba la hora avanzando como si el mundo dependiera de ello y el tictaquear, que desespera, que rompe, que angustia y roe, dependiendo del ánimo de quien espera que, para este caso es una esperadora, parecía estar en contra de las intenciones de la –sabremos si –linda chiquilla de la esquina que, usted lo sabe, a esas alturas, cualquiera de nosotros, usted y yo incluidos, habría abandonado corriendo el lugar bajo la angustia que provoca esperar ignorando si se terminará la noche con un sujeto montándoselo, metiéndosela, lamiéndolo y mordiéndola (porque pagar por sexo es una conducta de reprobar pero este sujeto que monta y que lame debe ser uno sin alternativas, de pagar y recibir, o pagar y dar, de pagar -porque busca, escarba, putea pero las mujeres ignoran, repulsan, desdeñan), hombre de buscar el morbo de un cuerpo de mujer por donde se la mire pero sumándole el imitar de un pene, instrumento que ha olvidado su misión y se ha entregado al abandono de micción y neutralidad a los intentos de estimular, endurecer, motivar y que permanece en silencio colgando en un lugar que pertenece, que obedece y que parece pedir la ausencia de órganos que la piel no pueda envolver, proteger y ocultar y que, sin embargo, y tal vez debido, permitido y provocado por él –que es ella- la mira, a una chiquilla de nueve años, como si no fuera su hermana –que en realidad lo es- sino que la mira como su hija y le gustaría que fuera una nena de meses para fingir amamantarla y mudarla y hacerla dormir cantándole, meciéndola, arrullándola en una fantasía que –por pensarla y pensarla y pensarla- se volvió realidad un día de olvidar en que debía llegar un marido gruñendo, golpeando, besando y amando y dejando para él la exclusividad de lamer y penetrar que el hombre que paga desea comprar en una esquina que habita una mujer equivocando con su faldita y sostén y desorientando de botas y ligas, con signos que confunden, con piel dura y ojos profundos que revuelven, atraen y llevan porque el poco dinero es para su hermana o su hija que abandonó las costumbres que tienen los críos y fumar es volar, es planear, es escapar y volverse encima del hombro, huyendo, dejando a lejos perdiéndose con el humo marihuanero y de carbón, y de rugir de motores y panes duros quemándose bajo un puente repleto de otros humos indescifrables de oler y de impregnarse en una carita tersa que su hermano-madre quisiera tener para él para reemplazar las barbas que los domingos a la mañana lo delatan, lo desnudan, lo destiñen y lo desesperan y lo hacen correr al baño a quitarse, borrarse, limpiarse los recuerdos odiosos que lo alejan, distancian del sueño de arrullar y amamantar con su ausencia de leche y su imaginar ovular y su soñar ver llegar un hombre que provea, que golpee, que muerda y que manosee sabiéndose ella suya y él protegiendo y poseyendo trajera volando, planeando, humeando a su hija de regreso y abandonar la esquina y entre todos rechazar, desmadrar, y romperle el culo al que paga.
- ¿Pero por qué?
- Porque no debería pagar. No a ella.
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