MI MANSIÓN
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Mi mansión imaginaria donde habitaban mis muñecos hallábase ubicada bajo una mesa-biblioteca en la habitación de mi abuela, algo penumbrosa, y era aquél mi lugar para fantasías. Mi casa de juguetes. Muñecas. Vestidos diminutos y pequeños muebles se esparcían en ese espacio pequeño y escondido donde yo jugaba de rodillas con mis tesoros. Nadie los tocaba ni movía de allí, las sirvientas lo respetaban como un templo y al sacudir algunas veces con los plumeros, para quitarles el exceso de polvo, equivocaban los sitios de una sillita o una camita, creándome enojos.
Y en otro rincón de ese dormitorio se hallaba también el arcón de Mamagrande conteniendo preciosos objetos para mi fascinación : trajes y sombreros en desuso que la dama atesoraba, cual exótica colección con la cual yo solía disfrazarme, arrastrando sus tules. Había asimismo artesanías hechas con primor por manos indias, cortinados bordados al ñandutí paraguayo y colchas tricolores de fuertísimos tonos, propios del altiplano boliviano... También viejos mantones que lucían aún su prestancia como tesoros de un tiempo pasado que ella guardaba en su memoria. Miniaturas en porcelana, representando animalitos. Tantas cosas diversas ofrecían al que las observara, el asombro de admirar piezas de museo. Era mi mundo y el suyo que se entremezclaban allí. La habitación completa con mi mansión de juguetes y el arcón de Mamagrande nos era propio, de ambas, nieta y abuela... Y sólo a ella y a mí nos pertenecía.
Mi mansión de juguete ubicada en esa habitación de la anciana, fue para mí el caudal de lo insólito, donde desembocaría mi creatividad. Muchas veces ese arcón mágico era revisado con “insolencia” por mi madre, para buscar algún ornato desaparecido de la casa y que ella reclamaba. Muy enojada por cierto. Con irritación Pues seguramente yo lo había escondido allí, por considerarlo más propicio para aumentar nuestra colección.
Lo que producía el consabido disgusto de ambas. Nos creíamos invadidas en nuestra intimidad, como un escarnio, como un pueblo guerrero que atacaba a otro defensor, sin rejas ni almenas. Desarmado. Un pueblo aislado y asolado por el invasor, que sin piedad retiraba de nuestra colección saleritos, pimenteritos, alhajeritos, bibelots y diversas otras miniaturas. Porque para mí todo lo bonito o curioso debía guardarse allí en nuestra Mansión... Y como todo pueblo asaltado y robado, mis lágrimas no tenían consuelo por la pérdida de un bien que me había costado esconder.
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Alejandra Correas Vázquez
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