Aprieto el puño ya cerrado,
no hallando límites para la impotencia,
el dolor, el sufrimiento me han quebrado,
el espacio y el tiempo de mi cuerpo por vivir.
Más luego golpeo la pizarra,
el negro pizarrón,
como queriendo saber, aprender,
evitar ser una mujer tan ignorante,
que solo conoce sufrir.
Pero el mismo aire provoca un zumbido,
un enjambre de insectos que aturden;
úlceras en la atmósfera pesada,
la sangre que riega su sabor amargo,
de rojo carmesí; por estar yo cosida,
cerrada, encerrada, presa, herida.
Pero de entre la nubes blancas,
con el cielo celeste
y la sombra de los barrotes,
aparece el sol radiante,
que azota mi ceño fruncido,
untado de miel, rocío del temporal,
entonces la fe se me eleva
levanta mi alma hasta lo inmortal. |