La Secta da las Máscaras Rojas (escrito en colaboración con Laura Cambra)
Por las aguas de un canal veneciano se desplaza una barca, trasladando en medio de la oscuridad de la noche a una bella chica, de contextura delgada y ojos rasgados. La muchacha no ha cumplido aun los diesciséis años y se dirige a la casa de una amiga, que la ha citado para formar parte en la ceremonia de iniciados de la secta de Las Máscaras Rojas. Al llegar al embarcadero, descendió con delicadeza. Una jóven de edad similar la esperaba a la salida. La condujo por las empedradas callejuelas hasta una casa bastante antigua, ubicada en un pasaje que parecía desierto, por el nulo flujo de gente que transitaba a esa hora. Abrió la puerta de la casa. Pudo onservar al chamán que subía a paso lento la escalera que conducía al segundo piso. Llevaba entre sus manos una alforja con las hierbas destinadas al rito iniciático. Portaba una túnica, igualmente amarilla, con espigas de oro y calzaba unas sandalias color café. Al llegar al segundo piso había una baranda de madera donde estaban las demás iniciadas; cada una portaba una palmatoria con una vela blanca encendida. Al pasar el Maestro junto a ellas se inclinaron en señal de respeto. Artemisa subió las escaleras y sin pronunciar una palabra ingresó a la habitación principal, junto al chamán y a las otras dos mujeres que se encontraban reunidas. Las ventanas permanecían cerradas y sólo las velas iluminaban el cuarto. Al medio habían levantado un altar. Artemisa miró al Chamán y éste le devolvió una mirada dulce, más parecida a una sonrisa. Estaba tranquila y lista para comenzar. El maestro comenzó un cántico que, a poco, fue seguido por las voces de cada uno de los iniciados. Era una sola palabra, repetida incansablemente en un tono grave y monótono. La muchacha, tendida sobre el altar, cerró los ojos. Inmóvil, envuelta en la túnica amarilla, comenzó a oír los suaves pasos de sus compañeros a su alrededor. Escuchó, tras el salmo, las cadenas de los inciensarios. Olió las hierbas quemándose. Sintió que el humo espeso le llenaba los pulmones y que el alma, empujada por el mismo humo, se fugaba por su ombligo hasta conformar en el aire de la habitación una nube luminosa y apacible. Sin perder la noción de lo que sucedía a su alrededor y habiendo comprobado la fortaleza del cordón de plata que la unía al cuerpo, se lanzó a través de las paredes. No hubo roces ni dolor ni traba alguna, simplemente un suave traspasar ladrillos y ver, asombrada, las partículas que los formaban, las coloridas moléculas, la inmovilidad de los átomos y el furioso giro de los electrones. Una vez fuera del recinto, flotó por las calles desiertas de un lugar desconocido. Angostas, cubiertas de losas color terracota. La rodeó la transparencia filosa del aire. La intensidad del momento era tal que, aún sabiendo que era imposible, se sintió llorar. Con el impulso que otorga la certeza, se dirigió a una construcción pequeña, sobre el lado izquierdo de la callejuela. Al traspasar la puerta de madera se le impregnaron los aromas de la savia, la edad del árbol, una temporada de sequía que casi lo mata, la riqueza de la tierra en la que había crecido, el dolor de la tala, y el amor del ebanista que había tallado las molduras. Dentro de la casa advirtió, por los pocos enseres desparramados, la pobreza de sus habitantes. En un rincón, echada en la penumbra, una mujer lloraba.Pudo ver que se trataba de ella misma. Ambas manos cubrían el rostro. Removió las manos. Con horror constató que, mientras dormía, se había dado cumplimiento a una ancestral costumbre chamánica, basada en la doctrina que las mujeres lucían más bella sin piel en la cara, la que le había sido arrancada con precisión quirúrgica..
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