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Ignacio Escobedo fue un joven de quince años, que un día comenzó a ver a un sujeto que le perturbaba la mente.
Se encontraba bajo la higuera del patio la noche del 24 de Junio de 1992. Aquel día tuvo una fuerte discusión con su padre. Bueno, jamás tuvo una buena relación con éste, pero quizá aquel día las cosas exageraron un poco.
Por estas cosas fue que dos días antes tuve una entrevista con él; si mal no recuerdo, fue unos meses antes de trasladarme a trabajar al psiquiátrico, y días después de haberme comprado el revolver con el Pepe. Ese día me contó todo sobre su padre, pero obviamente desde su punto de vista. No me dio exactamente los mejores datos, pero como psicólogo debo ser objetivo, y tomar las cosas como me las dio el paciente. No me habló mucho de la madre, la señora Elena, pero no era de gran importancia hasta el momento.
Recuerdo que llegó luego de que terminaron las clases. Se despidió de Viviana, su novia, en la puerta, y luego entró. Me saludó con la mano, y se sentó.
- Disculpe, es que tengo un problema – me dijo de primera.
- ¿Para que estoy aquí, si no es para ayudar? – le dije tratando de que el chico cambiara esa cara de tragedia que traía. Aún así, no pareció funcionar, por lo que inmediatamente proseguí –. Tu nombre es… Ignacio Escobedo del primero medio B, ¿cierto?
- Si – asintió.
- Bien – le dije – cuéntame, qué te pasa.
- MI problema es… - vaciló – mi viejo… digo, mi padre.
- Ya veo… qué… ¿te hizo algo malo? – le pregunté mientras tomaba nota.
- No es que me haya hecho algo malo – me dijo – siento que me lo hace constantemente. No se si lo haga a propósito, o sin querer, o si sea yo quién se pasa películas, pero eso es lo que siento. Siento que odio a mi padre, y no lo soporto. He bajado mi rendimiento por que él siempre me esta hinchando las… perdón… siempre está molestándome, y de verdad que me tiene chato.
- Pero… ¿qué es exactamente lo que te hace tu papá? – le pregunté.
- Me molesta…
- ¿Con bromas, o simplemente te hace la “vida imposible”? – le dije simulando las comillas con los dedos.
- Me hace la vida imposible. Cosa que hago me la remienda o se enoja con migo. Cosa que digo se enoja con migo. No puedo hacer casi nada, ni siquiera salir con mis compañeros. No sé que hacer.
Así nos llevamos hablando de las cosas que el padre de Ignacio le hacía. No fue el primer caso que tuve de ello, sino que hubo varios. Algunos con las madres, otros con el tío, otros con profesores, y otros con los padres, como el caso de Ignacio.
Pero los problemas comenzaron después. Como dije, dos días después. Viviana había faltado el día 23 y 24 de Junio, después de la entrevista, por lo que Ignacio se había decidido a ir a verla, pues recibió la noticia de que estaba muy enferma.
El 24 de Junio, día viernes en que salían temprano, Ignacio se dirigió directamente a la casa de Viviana. Tomó la micro de línea 602 en el paradero que se encontraba a una cuadra del colegio. Anduvo unas diez cuadras en la micro, y se bajó en otra avenida. Allí caminó otra cuadra hasta llegar a una calle en la que se adentró. Llegó a un pasaje, en el que entró, pero no se movió de la puerta. Desde allí observó claramente como Viviana se despedía con un apasionado beso de un tipo que llevaba una mochila de viaje. Alguien, según supe por allí, lo empujó por la espalda, y este salió corriendo hasta llegar a donde estaba la chica besándose con el desconocido. Allí golpeó al tipo, miró con ira a Viviana, como ahorcándola o acuchillándola con los ojos. El mismo alguien que lo empujó hace un instante, lo tomó de los hombros, y con una suave y fría voz le dijo al oído que se retirara.
Saliendo del pasaje, dirigiéndose a la avenida para tomar la micro y devolverse a su casa, descansar tranquilo, y olvidar lo sucedido, Ignacio fue asaltado y golpeado por un grupo de jóvenes. Nunca supo cuantos fueron, pero no le importó. Se sentía muy mal como para alegarles algo, aunque pensaba que su desgracia no daba a más. Tuvo que hacer lo posible para que en la micro lo dejaran pasar. No lo dejaron en la primeara, pero para su suerte si en la segunda. Sentía que lo único que le ayudaba eran las palabras suaves y frías de ese alguien. Alguien quién no sabía quién era. Lo lograba ver a través del reflejo de la ventana de la micro. Una cara pálida, que con unos amarillentos ojos y una sonrisa tan diabólica como relajante le decían que aguantara. Ya venía lo mejor.
Se bajó de la micro en el paradero más cercano a su casa. Aunque ese alguien se lo afirmaba con la mirada, Ignacio no recibió la mejor bienvenida al llegar a su casa. Su padre le dio el sermón de su vida por llegar tarde – llegó por lo menos cuatro horas después de lo común –, y por no haber avisado.
- ¿Qué te crees, ah? – le decía su padre – llegando a estas horas, todo molido, sin si quiera haber avisado que hoy día llegabas a esta hora. ¿Dónde estabas, ah? ¡Contesta!
- En la casa de la Vivi, yo…
- ¡Si, claro! Como no, ¿cierto? En la casa de la Vivi, de repente, te caíste y… ¿y ahí quedaste así?
- ¡No! – gritó Ignacio, algo molesto – me asaltaron. Me quitaron todo, los documentos, la mochila, todo.
- Todo – repitió la madre, atónita.
- ¡Mierda! – dijo su padre, que se sentó tapándose la cara con las manos. Levantó la cabeza luego de un inquietante momento de silencio. Miró a su hijo, y dijo – viste lo que logras revolcándote con cualquiera.
- ¿Revolcándome? – se alteró Ignacio - ¡Sabes que no soy de los que… hacen esas cosas, papá! ¡Sabes que la Vivi no era de las que hacían esas cosas! ¡Y además, ni siquiera sabes lo que pasó…!
- ¡No me levantes la voz!
- ¡No digas cosas sin saber antes!
- ¡¿Entonces que fue lo que pasó?!
- ¡Yo terminé con la Vivi, por que la vi con otro!
- ¡Te das cuenta! Hasta la Vivi se da cuenta de que no sirves de nada.
Ignacio recibió esas palabras como cuchillos en la garganta. Miró con ira a su padre, y antes de cualquier cosa, alguien los impulsó a salir de la casa. Cerró de un portazo, y no supo más de sus padres durante un momento. Su padre se había pasado esta vez. No sabía por que lo trataba así, no sabía por que lo odiaba tanto. ¿Qué fue lo que hizo mal? ¿Tendría exactamente él la culpa?
- ¿Quieres ayuda, mi amigo? – le dijo alguien con una suave y fría voz, al momento que una flor negra como el cielo de la noche caía lentamente de la higuera en sus manos.
- No lo sé – dijo Ignacio, sin saber con quién hablaba, tomando la flor, y jugando con ella.
- Mi amigo, yo puedo hacerlo. – le decía alguien. La flor mantenía ocupada su mirada muy profundamente.
- ¿Cómo? – se interesó Ignacio, aún sin saber con quién hablaba.
- No te preocupes, mi amigo. Nunca es mucho lo que pido – le decía alguien –. Solo quiero un cuerpo. Solo quiero ocupar tu cuerpo. Si me lo proporcionas, te ayudaré. ¿Qué dices?
- Yo… - vaciló – yo… - no sabía que decir. No sabía con quien hablaba. No sabía que pasaría. No sabía casi nada. Su mente estaba en blanco. Dijo lo primero que se le ocurrió – de acuerdo.
- ¡Perfecto!
La mente de Ignacio se nubló tanto, que no logró ver absolutamente nada. Sentía moverse en contra de su voluntad, como una marioneta a la que levantan del piso, la hacen entrar en su casa, alzar un cuchillo, apuñalar, matar, actuar haciendo lo que no quería en el fondo. Todo un malentendido que sorprendió a Ignacio al momento en que abrió los ojos y vio a su padre apuñalado en el suelo, su madre llorando a su lado, y él como un acecino arrepentido. Su madre lloraba desconsoladamente, y en un momento lo miró con susto y enojo a la vez.
- ¡¿Qué hiciste, maldito?! – le gritó. Ignacio no sabía que decir. No tenía palabras, pues no sabía que había sucedido. En menos de un segundo pasó de estar en el patio, sentado bajo la higuera, a estar parado al lado de su padre muerto, con una flor negra entre las manos.
- No me lo agradezcas, mi amigo – le dijo alguien. Se encontraba sentado en el sillón favorito de su padre. Un hombre vestido de negro completo, con un sombrero en las manos, haciéndolo girar. Su cara era pálida, y sus ojos amarillentos, pero al contrario de cuando lo vio en la micro, su sonrisa era malévola, y daba miedo verlo allí sentado.
- Yo no te pedí esto – le dijo Ignacio, apretando la flor con mucha fuerza.
- ¿Qué? – se confundió su madre.
- Nunca especificaste – le dijo el alguien, haciendo girar el gorro entre sus manos.
- ¡Tú no especificaste! – gritó Ignacio. Su madre lo miraba confundida. No parecía entender que a Ignacio lo habían obligado a hacer eso.
- Nacho, ¿qué te pasa? – le decía su madre confundida.
- Yo fui claro en que te iba a ayudar…
- Pero nunca me dijiste como… - se confundió Ignacio. Se tomó la cabeza con las manos durante un instante de silencio, y dijo – tú lo mataste.
- ¿Ignacio? – su madre lo miraba confundida sin saber que le pasaba a su hijo.
- Tú lo mataste, fue tu idea – Ignacio se paseaba por la sala con la cabeza entre las manos, mientras el alguien lo miraba sin dejar de sonreír - ¡¿Por qué lo hiciste, yo no quería…?!
- Eso era lo que tú más querías en el fondo de tu alma – le dijo el alguien –. Tú me cediste tu cuerpo, y yo investigué en tu alma y en tu mente. No me puedes contradecir. Sé más de ti que tú mismo…
- ¡Cállate! – gritó Ignacio. Se hincó en el suelo, tratando de dejar de escuchar a ese alguien que lo molestaba - ¡Cállate, cállate, cállate! –. Comenzó a llorar.
- ¿Qué te pasa, Ignacio? – le decía su madre, asustada por su hijo.
- Fue él, mamá. Yo no fui. Él me obligó. Yo no quería.
- Yo no porté el arme, mi amigo…
- ¡NO! ¡CÁLLATE!
- ¡Ignacio!
- Sabes quién es el verdadero culpable…
- ¡Qué se calle, por favor!
- ¡Hijo, ¿qué sucede?! ¿De quién hablas?
- Si Ignacio, ¿de quién hablas? Tú eres el único culpable – su tono burlesco irritaba a Ignacio –. Yo solo fui un cómplice. Sólo te ayude a saber y hacer lo que de verdad querías…
- ¡¡NO!!
Ignacio salió corriendo de la casa. Intentaba escapar del sujeto que lo molestaba. Pero para donde iba, estaba el alguien. Mientras corría, escuchaba la voz del sujeto en su oído, y lo hacía callar. Sólo había una manera de que el sujeto dejara su cuerpo, su alma y su mente, y esa sabía donde se encontraba. Sabía exactamente donde ir a buscarla.
Corrió tanto como pudo, tratando de evitar las palabras del sujeto que lo molestaba, ahora más que lo que lo hacía su padre. No supo a cuanta gente chocó durante su carrera, y no supe que hora era en aquel momento. Solo quería llegar lo más rápido posible al colegio.
Tropezó, corrió, dobló, miró, gritó, cayó, saltó la reja del colegio, abrió la puerta de una patada, entró al colegio, corrió por los pasillos, esquivó no sé cuantas veces al sujeto que le interrumpía el camino y los pensamientos, subió al segundo piso, abrió la puerta de mi oficina de una patada, se dirigió a mi escritorio y tomó el revolver que le compré al Pepe. Aún con la confusión del sujeto al ver que tomaba el arma y ponía el dedo en el gatillo, Ignacio la dirigió a su sien, y con toda su fuerza, apretó el gatillo.
Por alguna razón, no tenía cargado el revolver aquel día. Pero aun así, el olor a pólvora se sentía tan fuerte en mi oficina, que me fue imposible entrar en ella durante unas semanas.
Ignacio nunca más volvió a ver al sujeto, ni a su madre, ni a nadie, pues quedó sumido dentro de un limbo mortal, como dormido-despierto, o muerto-vivo. Aún así me alegré por él. Jamás volvió a sufrir por culpa de alguien.

Texto agregado el 23-10-2008, y leído por 73 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
23-10-2008 Me encantó, con palabras simples, sobretodo la útima parte, viví cada palabra, cada coma, cada espacio, y por último el punto final. Elizabell
 
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