El deseo es un animal caprichoso.
En luna llena se desborda, acecha a la presa y no descansa hasta hacerla suya. Pero también se repliega, esconde y escamotea cuando el día es nublado.
Y en ese ir y venir en sincronía con la marea de la vida que no responde a ninguna ley, la existencia transcurre sin otra certeza que rodar cuesta abajo.
Lo que se tuvo ya no es, y lo que es no se deja aprehender.
Las preguntas pierden entusiasmo y las respuestas duermen el sueño de los justos.
El destino envejece. Dormita y se torna indiferente.
Dejar ser y hacer porque el soplo vital del alma está podrido de tanto fracaso.
Es entonces cuando las lágrimas brotan de la nada. Sin llanto y sin causa aparente.
Calzó el casco de fibra de vidrio en la cabeza. El traje de piel ceñido al todavía vigoroso cuerpo, y las botas hasta los tobillos. En el compartimento trasero de la Harley, ella, simplemente ella, sin más distintivo que la belleza que debe acompañar a todo motociclista que se respete.
La empuñadura del acelerador responde al giro firme y templado de la mano. Estremecimiento de los genitales ante el rugir del poderoso motor.
Ida y vuelta en recta sobre el bulevar.
De reojo las miradas envidiosas de los conductores en su convencional cuatro cilindros, y la noche que da paso a la ilusión del amanecer gracias al toque mágico de la velocidad y la cocaína.
Sucesión de escalas mortales en el bar. Apurar un par de tragos y rayas.
Y de vuelta ir y venir sobre el pavimento mojado.
Resucitar de las emociones sobajadas por las horas, días, años y décadas de sermones familiares, colegio y trabajo. En ese orden que no es el mismo, tampoco distinto, sino inexistente en los siete minutos en que recorre los quince kilómetros de extremo a extremo, hasta llegar otra vez al bar y apurar otro par de copas, y montar de nuevo la Harley, pero también a otra dama que en realidad no es otra, sino diferente.
Quizás con otro color de pelo, pero la misma silueta apretándose a la espalda del conductor.
El rugir del motor caliente entre las piernas impele a pulsar el acelerador.
Las luces del trailer que prenden y apagan, marcan el punto sin retorno.
El pulso suave en el manubrio permite el giro virtuoso que impide el desenlace convencional del relato.
El acelerador a tope devuelve la verticalidad de la Harley sobre el asfalto cercano a los hombros, y la carcajada de ella y él, la otra que es ella y ella la otra que aprisiona la piel sobre la piel aun vigorosa de él.
Y sin saber porqué, brotan dos lágrimas anunciando que es hora de partir a casa con ella, la otra, la misma, igual pero diferente.
Recorrido meditativo de la Harley cumplidora con la vista a la derecha en los ancianos cenizos y jóvenes bronceados que se retiran de los bares.
Al lado contrario el Pacífico bañando la costa y el reflector de la luna llena inflamando el deseo de los amantes.
El semáforo en rojo. A mi lado una Harley ronroneando, desafiando a mi cuatro cilindros, y las lágrimas que brotan de la nada aparente. Sin llanto y causa.
La Harley saca ventaja, se adelanta y esquiva las luces del trailer anclado.
Freno firmemente y maniobro con toda precaución hasta llegar a puerto seguro. Pienso seriamente en teñirme el cabello.
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