Mariposa era una perrita de raza indefinida. Pequeña. Negra, con algunas manchitas blancas distribuidas caprichosamente en el cuello y el rabo. Una de esas manchas, la mayor, tenía forma de mariposa, de allí su nombre.
En esos tiempos andaba yo metido en las selvas centroamericanas, haciendo estudios de epidemiología y preparando a líderes de las comunidades indígenas para atender clínicas de medicina preventiva.
Pedro Chicaj Tum, indígena maya, era una persona joven, hábil como ninguno, líder nato y sumamente inteligente, además de dueño de Mariposa. A la cual amaba.
La única fuente de proteínas, en aquella selva, era la cacería y la pesca. Y Mariposa, por su habilidad y pequeño tamaño era una perra ideal para cazar pequeñas presas, como armadillos y tepezcuintles ya que, al estos meterse en el hueco de un tronco vacío o un hoyo en la tierra, la Mariposa cabía perfectamente en dichos agujeros, y ladraba hasta que llegaba su dueño y sacaba al animalito escondido. Y no fallaba. Si entraba a alguna cueva, seguro había un animal dentro.
Un día, cuando la tarde caía y el río reflejaba pétalos de plata en sus olas, veo a Pedro que venía corriendo con la perra a cuestas.
-¡Vos doctor, vos doctor! Gritaba. –Una barba amarilla picó a Mariposa- Entró a una cueva y no había armadillo, sino esa culebra cabrona que me la mordió. Fue hace como dos horas, a la orilla del Usumacinta.
Puso a la perrita encima de la mesa. Dos heridas punzantes en el hocico, me demostraban la mordida de una serpiente. Tenía edema en los párpados, sangraba por las encías y jadeaba.
-Ponéle el suero anti-culebra. Por favor. Me suplicaba casi llorando.
-Pedro, sabes que solamente quedan cuatro ampolletas. Anteayer usé casi todas con el indio que bajaron de la frontera de México. Ya pedí más, por radio, pero no sé cuándo llegan. Mientras tanto esas cuatro que quedan son para cualquier persona que pueda venir mordido.
-Ponéle aunque sea una. Por favor, imploraba.
Sabía que la perrita no sobreviviría sin el suero antiofídico. Pero no podía arriesgarme a que viniera alguna persona con necesidad de usarlas y, por salvar a una perrita, no pudiera salvar a un ser humano.
-Cálmate Pedrito. Busca las hierbas que siempre han usado ustedes para estos casos, antes que llegaran los sueros. Llévatela a tu rancho. Voy a llamar por radio a ver si ya salió la lancha con los medicamentos. Si ya salió, voy y le pongo el suero.
Le puse una inyección de antibióticos. Y Pedro, con amor inmenso, la cargó y se alejó cabizbajo hacia su casa. Por supuesto no vendría el medicamento hasta dentro de 48 horas, por lo menos.
A la mañana siguiente, temprano, me di una vuelta por la casa de Pedro. La perrita seguía viva, hinchada y sangraba por el recto. Estaba irreconocible. Pedro le había dado del brebaje preparado con hierbas y raíces. Sin duda moriría en breve.
-No llegan los sueros, verdad vos doctor. Se me va a morir.- Dijo tragando saliva.
No respondí nada. Salí del rancho y, en el camino, se me ocurrió la idea de inyectar a la perrita con agua destilada, haciendo creer a mi amigo Pedro que era el suero. Por lo menos estaría él más tranquilo, aunque yo me roería el alma de remordimiento por la falsedad del tratamiento dado. A los quince minutos estaba de vuelta. Pedro me recibió con evidente signos de alegría. Le hice cree que el suero llegaría esa tarde o esa la noche. Apliqué la falsa medicina a la moribunda perrita y, con las bendiciones de mi amigo, salí camino al dispensario, esperando que en pocas horas Pedro me comunicara el fatal desenlace de Mariposa.
Esa noche llegó un cargamento de medicamentos, con ampolletas de suero antiofídico para muchos meses. Durante el día Pedro no dio señas de vida, por lo que supuse muerta a la famosa perra.
Por la mañana, tomé dos ampollas de suero y me encaminé a casa de Pedro. Salió corriendo por la puerta y me dijo alegremente:
-¡Ya mueve la cola, ya mueve la cola y tomó leche!.
Me quedé de una pieza. Entré al rancho y Mariposa estaba echada en el tapesco de su dueño y, al verme, quiso ladrar. Signo de una mejoría extraordinaria. No le puse el suero. Le puse otra inyección de agua destilada recomendándole a Pedro le siguiera dando los brebajes.
A la semana, la perrita correteaba por los predios de su amo, como nada. Tenía una pequeña infección en el hocico y estaba delgadita, pero ladraba más que nunca, sobre todo al verme a mí. Me pareció que me guiñaba un ojo cuando Pedro me dio, de regalo, una gran cantidad de hojas y raíces y me dijo:
- La curé con estas hierbas. El agua destilada que le pusiste, para que me sintiera bien yo, no creo le haya hecho nada, pero te lo agradezco, vos doctor, engañaste a Mariposa. Vos tenés la culpa que me enseñaste a usar esas babosadas y conozco los frasquitos.
Seguidamente me tendió la mano, la cual estreché. Tenía toda la intención de llevar esas hojas y raíces a la capital para examinar su contenido. Jamás me dijo en qué parte de la selva las conseguía. Remedios milenarios de etnias milenarias. Sabios “de” la naturaleza y sabios “por” naturaleza.
A Pedro y a Mariposa los llevo dentro de mis mejores y aleccionadores recuerdos...
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