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Sonia estaba tendida en el suelo viendo pasar las nubes mientras el viento pasaba las páginas del libro de cuentos que tenía a su lado. A menudo se imaginaba viviendo en otra época, en un país lejano, con castillos, caballeros y feroces dragones. Dejó que su mente viajara por ese país imaginario hasta que se quedó dormida. Despertó casi al anochecer y suspiró, llegaría tarde a la cena otra vez. Se levantó lentamente y se dirigió a la panadería del pueblo.

El panadero, a diferencia de los típicos panaderos pueblerinos regordetes y con bigote, este era un hombre alto y delgado que tenía muy poco pelo. Estaba terminando de preparar un pastel cuando vio a Sonia acercarse. Sabía que iba tarde para cenar así que preparó una pequeña canasta como de costumbre y sonrió para sus adentros. Le agradaba esa chica, no era como las otras del pueblo, era diferente en muchos sentidos creía en los cuentos medievales y en las hadas, igual que el. Después de preparar la cabeza levantó la vista justo a tiempo para ver pasar a Sonia frente a la panadería y hacerle una seña para que no se preocupara por su cena.

Sonia sonrió cuando vio al panadero haciéndole señas para que corriera hacia su casa. Cuando llegó a su casa, en el centro del pueblo, sus padres le dieron el sermón de toda la vida cuando llegaba tarde por alguna razón. Después de pedir disculpas y de dar una explicación atropelladamente, Sonia subió lentamente las escaleras hacia su cuarto donde encontró sobre la cama una canasta con empanadas y una nota del panadero.

Después de cenar sin hacer ruido, Sonia salió al balcón donde estuvo leyendo sus cuentos hasta tarde, se metió a su cuarto cuando empezaba a soplar el aire del amanecer, se metió a la cama y siguió soñando con países lejanos y audaces jinetes.

Despertó en medio de una conmoción, su padre gritaba y su madre y su hermano lloraban, se asomó a la calle y vio un mar de gente que no paraba de correr de un lado a otro, gritando, llorando, corriendo o simplemente paralizados. Bajo corriendo las escaleras y salió corriendo a la calle, donde la gente la recibió como una corriente, arrastrándola hacia todas direcciones y a la vez hacia ninguna.

Quería preguntarle al panadero que era lo que pasaba pero solo alcanzaba a ver parte de los escalones de su casa. Forcejeó con la multitud y se abrió paso hasta la casa del panadero a empujones, pero cual fue su sorpresa al llegar y encontrar un moño negro colgado justo encima de la puerta de su casa.

Las piernas le flaquearon y el aire se negaba a entrar a sus pulmones, se sintió desfallecer y unas manos la sujetaron antes de que cayera al piso por completo y perdiera el conocimiento. Despertó en la sala de su casa con los rostros de su familia rodeándola, se incorporó lentamente y vio que su madre y su padre tenían el rostro hinchado de tanto llorar, su hermano estaba pálido y no podía articular palabra. Pasados unos minutos su padre le explicó que el panadero había muerto, nadie sabía como, solamente que lo habían encontrado en su cama esa mañana.

No hacía falta decir nada, todo el pueblo se había enterado de la muerte del panadero. El funeral se llevó a cabo una semana después pero después de dos semanas más, todo el pueblo había olvidado al buen panadero, todos excepto Sonia. Sonia había cambiado, su risa era seca y sin vida, se dedicaba a leer una y otra vez su libro de cuentos, en especial el de “Los tres mosqueteros”, pues D’ Artagnan se parecía mucho al panadero.

Un día en el que Sonia estaba sentada en el prado con el libro abierto en su regazo, empezó a soplar un viento muy fuerte, proveniente del norte. Intentó protegerse del viento, pero a cada intento que hacía de levantarse, el viento soplaba con más fuerza hasta tirarla de nuevo en el prado. Intentó pararse varias veces, pero todos sus intentos fueron en vano, pues el viento los frustraba todos.

Buscó el libro para guardarlo en su morral pero no pudo encontrarlo, después de buscarlo lo vio flotando en el aire, con las hojas aferradas a la pasta para que no fueran arrancadas. Sonia, horrorizada, se levantó como pudo y corrió tras de su libro, cuando éste llego a la altura del río que había cerca del pueblo, dejó de soplar el aire y el libro quedó oculto entre las hierbas altas que crecían a la orilla del río.

Cuando llegó junto al río, se dio cuenta que había un hombre vestido de mosquetero hojeando su libro. Pasados unos minutos, el mosquetero se dio vuelta hacia donde estaba Sonia, y sonriéndole le extendió su libro. Sonia se quedó sin habla, el mosquetero era su panadero, era D’ Artagnan. Con la cara roja de la vergüenza, tomó su libro y salió corriendo con dirección al pueblo. Llego a su casa sin aliento y subió corriendo las escaleras ignorando las preguntas de su madre. Azotó la puerta de su cuarto y se echó a la cama a llorar hasta muy entrada la noche. Después de tanto llorar se había quedado dormida y cuando despertó abrió el libro en el cuento de “Los tres mosqueteros” y cayó una carta al suelo.

La carta estaba escrita en pergamino y estaba cerrada con un sello lacrado. Con manos temblorosas abrió el sobre y después de leer su contenido se quedó sentada en la cama. El día siguiente no salió de su cuarto más que para ir por una rebanada de queso y leche. Cuando llegó la noche y se aseguró que todos en la casa dormían se puso su mejor vestido, rojo con ribetes dorados, sus zapatillas y agarró su morral, en el cual metió algo de comida, su libro, la carta y sus tennis favoritos.

Salió sigilosamente de la casa con dirección al río pero cuando pasaba por debajo de los cables de luz de la calle principal. Sacó de su morral la carta y los tennis. Se quedó meditando unos minutos y después sin titubear, metió la carta en uno de los tennis, los amarró fuertemente entre sí y los lanzó hacia arriba, donde quedaron colgados del cable. Con un suspiro reanudó su marcha hacia el río. Ahí ya la estaban esperando sus mosqueteros; Athos, Porthos, Aramis y D’ Artagnan. Sonriendo, se alejo con ellos entre la bruma de la mañana.

Tres días después encontraron a Sonia flotando en el arroyo, sonriendo cogida de la mano del panadero, ambos vestidos con ropa de otra época y no fue sino hasta después del funeral, que su hermano vio los tennis colgados del cable y una carta dentro de uno de ellos.

Texto agregado el 22-10-2008, y leído por 495 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
22-10-2008 Quién no ha visto, sobre todo en los barrios periféricos, un par de zapatos viejos colgados de los cables eléctricos? En adelante me fijaré bien si no asoma una carta de ellos... 5* ZEPOL
 
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