Un niño flotando en el tiempo, dueño de nadie, agarradito de su diario en el intento vano de venderlo. Y si no es el diario es su cuerpo, y si no es su cuerpo es su tiempo, tan preciado tiempo de infancia pobre, que en cada segundo le come la vida, le sacrifica el cuerpo y le roba la gracia.
Camina el niño entre nubes que cree sentir bajo sus pies, sueña con alegría en un mundo que huela a frescura y pureza, y no a ese plástico y a petróleo viejo. No encuentra el camino entre ese mar que le contamina los ojos, no le hace falta olerlo para sentir la miseria que lo visita cada día, malvada y orgullosa de su condición de dominio. Intenta nadar en vano para pensar en otra cosa, tal vez en los ojitos brillosos de la muchacha rubia que hacía un rato había pasado con desgano por entre sus escombros, tal vez en cuántos años tendría que esperar para poder tomarle suavemente la mano, llevarla a donde la mente quisiera, enseñarle lo que hay más allá de su mirada hermosa. Y así a tantas otras chicas, con el mismo rostro de nada, de no me importa, no me importa estar sin saberlo al lado de la pobreza en su más honda fosa, estar oliendo el aroma del muerto que en vida aún está.
Por eso llora un poco el niño infeliz, intentando encontrar el camino que lo lleve a algún lugar, a cualquiera, nada en especial, que lo oriente a donde sepa estar, sepa ser y jugar como la muchacha rubia, como su amigo, como su padre. Jugar y olvidar, pero cómo si todo estaba tan tapado de basura, hasta su torso disuelto entre la polusión del aire. Nunca iba a poder quitarse la tristeza que día a día le arrancaba un poquito de vida, se lo tragaba hasta que un día el niño siente que su cuerpo se va bajo el agua, el agua turbia y honda, se va disolviendo como si fuera sal a través del mar, roto. Y no dice nada, siempre agarradito a su diario matutino, siempre resignado a la muerte lejana, estando a sus espaldas marcado el camino hacia algo seguro. Pero qué puede hacer desde allí, ya sin piernas porque están convertidas en polvo y hundidas en sí mismas, sin caderas sucias, sin niñas que mirar. Sólo rendirse a los pies de su vida, que era todo y lo único que tenía, que lo arrastraba con suavidad y cautela a la pasividad más grande que pudo haber soñado, más allá de sus sueños y de sus palabras, más allá de los deseos que pudo haber deseado, más allá de lo que podría haber sido, pasivo en su propio final, dibujando por primera vez una clara sonrisa. |