Después del aroma de la mujer, el olor a tinta. Cuando estudiaba la escuela primaria no podía faltar en la lista de útiles un frasco de tinta china, marca Pélikan porque era la más económica y la más fácil de conseguir. Sin embargo, el profesor del tercer grado recomendaba buscar la Mont Blanc si es que había posibiliddes de pagarla. Con ella, y con un manguillo, hacíamos planas y más planas de caligrafía, Aprendíamos a escribir sin que se corriera la tinta, la manera de aplicar papel secante antes de dar vuelta a la hoja, y sin arruinar lo escrito.
Lo que más recuerdo de aquellas lecciones de caligrafía es, sin duda, el aroma que inundaba el salón de clases cuando destapábamos los 25 ó 30 frasquitos de tinta. Aspiraba profundo y la sensación era muy agradable.
Pasaron los años y un día, apenas cumplidos los 18 de edad, pisé por vez primera una sala de redacción. Allí me reencontré con aquel aroma. Efluvios de los viejos carretes de cinta impregnada con tinta que escapaban al martillear de los tipos de la máquina de escribir sobre el papel. Y cuando por alguna razón tenía que bajar a los sótanos del edificio, en donde trabajaban las rotativas a toda velocidad para que nuestro diario fuera el primero en ganar la calle, la sensación era indescriptible. El olor a tinta es como una droga que atrapa.
A la fecha, no desperdicio oportunidad para usar mi inseparable pluma fuente en lugar de los bolígrafos tan comunes, pero menos olorosos. Que una pluma fuente da distinción a quien la usa, dicen algunos, yo no lo sé, pero para mí lo más importante es percibir el aroma que la tinta fresca despide. Y dime, amigo lector ¿alguna vez te has sentido atrapado por el olor a tinta? Esta semana, La Columna del Miércoles te comparte algunos testimonios de quienes han caído víctimas de tales efluvios. Espero que los disfrutes.
Olor a tinta
Los libros viejos tienen el olor a entrepierna olvidada
a mar en tormenta guardado en un frasco de vidrio con agujeros
a colibrí en reposo,
a avenida grande con autobuses y con gente,
tienen el aroma de un viaje sin monedas
a moho de triste alacena
a madrugada
tienen el aroma de los ojos cerrados, dedos dormidos.
Los libros viejos tienen el olor de una esquina de noche
a calle de piedra mojada
a sueño y a insomnio
a juego
a niño muerto
Tienen el olor apalabrado
emiten gases de sonidos arcaicos, amarillos
hedor a mano
huelen a las letras del olvido,
medio podridas
a plegaria, a llanto malogrado
a tierno ataúd blanco
a cuerpo, a alma, a tiempo
a corazón pardo
Los libros viejos tienen olor
a hombre cansado.
*Angélica Maciel, publicado en La porte des Potes, París, Francia, 2005. (http://santos-poetas.blogspot.com/2008/07/olor-tinta.html)
En la conferencia de prensa por el lanzamiento de su primer libro, una periodista le preguntó al escritor:
-¿Cuál fue su motivación para escribir este libro?
El escritor sonrió, recorrió con su vista a los asistentes y respondió:
-¡La verdadera, la mayor motivación… fue la de hacer, con un libro escrito por mí, lo que me gusta hacer con los libros de otros: abrirlo en las páginas centrales, acercarlo a mi nariz y aspirar con profundidad el olor de la tinta sobre el papel!
Un ensordecedor aplauso premió sus palabras.
La verdadera, la mayor motivación para escribir un libro. Solain (http://concurso-tallerliterariorg.blogspot.com/2008/10/la-verdadera-la-mayor-motivacin-para.html) i>
Empecé en las redacciones de los diarios. Atendía el teléfono, llevaba papeles, servía café. Pero, como en un cuento de hadas, un día me sentaron frente a la "Olivetti". Después me dejaron escuchar la "rotativa" que multiplicaba sin cesar mi primer artículo. Fue así que, a primera vista y para siempre, me enamoré del "olor a tinta". Tenía, todavía, pantalones cortos.
(http://www.oloratinta.com.ar/)
Prefiero que sea negra, si es posible. Tengo esta idea maniática de que la azul no queda bien fija. Negra y espesa, incluso. La Mont Blanc, por ejemplo, no es lo bastante negra. La Waterman, en cambio, roza el cero cromático absoluto. Lo sé no solamente por el tiempo que tarda en secarse y su brillo tenaz sobre el papel; también por la negrura de las manchas que van quedándome en las manos. Una costumbre mal vista en la escuela que hasta hoy, sin embargo, me parece esencial. Encuentro que mancharse manos y antebrazos de la tinta más negra disponible es también una forma de comprometerse. O, si se quiere, un modo de entender la vida y la escritura en conjunto. No es lícito salir completamente limpio de la faena. Vamos, la sola idea me abochorna. Por no hablar del pequeño placer que es embarrar el punto sobre el dorso de la zurda cada vez que una nueva carga lo deja rebosante de tinta.
Tener que levantarse a recargar el tanque no es propiamente un deber fastidioso, pero la tinta tiene esta fea costumbre de terminarse a la mitad del párrafo, de modo que debe uno saltar en pos del frasco repitiendo la hilera de palabras que ya sacó del horno y no ha podido aún vaciar sobre el papel. Pienso de pronto en esas paradas de la fórmula uno que duran entre seis y nueve segundos y me maldigo por no tener ni un lápiz disponible para las emergencias. Por supuesto, los lápices me parecen indignos de confianza. Pintan las letras de un gris deslavado a todas luces tibio y pusilánime. Y al final ya aprendí a recargar la pluma en nunca más de cuarenta segundos, durante los cuales voy repitiendo la frase pendiente como un mantra, costumbre hoy plenamente integrada al ritual de la tinta.
Cuando se escribe un texto que, se teme, superará las seiscientas cuartillas -esto es, más del millón de caracteres- cargar tinta permite la satisfacción de percibir o dar por sentado un avance palpable: seis o siete cuartillas efectivas, probablemente el uno por ciento del proyecto en bruto. Si acontece que en una semana debo llenar el tanque más de dos veces, gano la sensación de que emprendí una fuga en una moto y los de azul jamás van a agarrarme. Un estímulo grande, cuando lo que se intenta es construir una historia verosímil. Puede que sea por eso que, así como otros gozan del olor de la gasolina o la pólvora, me quedo a veces instantes de más con la nariz sobre la boca del tintero.
Si uno insiste en creer que escribir equivale a atentar, el olor de la tinta le llevará lejos. Inhalarlo es lanzarse hechizo arriba, con las manos manchadas del delito que no piensa ocultar, menos aún hacerse perdonar. Cuando el tintero muere, hay un doble placer en salir de excursión a por el nuevo. ¿Prefiero el ingrediente autolimpiador de la Mont Blanc o la oscura espesura de la Waterman? ¿Y si cargo dos plumas, una con cada una de las tintas? ¿Y si mejor me llevo la entrañable Skrip? Tras dos horas de consideraciones golosas, vuelvo a la cueva con al menos un frasco apergollado. El segundo deleite sobreviene a la hora de hacer girar la rosca por primera vez. Nada hay como el aroma de cincuenta mililitros de sangre negra y fresca, lista para empezar a ser succionada.
Imposible explicarlo, sólo sé que funciona. ¿Placebo? Puede ser. ¿Vicio? Seguramente. ¿Brujería? Ojalá.
El Boomeran(g) I Seminario Virtual de Literatura y Periodismo. (http://www.elboomeran.com/blog-post/10/3829/xavier-velasco/estupefaciente-tinta/)
E n Cancún, costa mexicana del Caribe.
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