Hoy viniste a visitarme entre las flores igual que todos los domingos, con tu lado oscuro debajo de las lágrimas. En cambio, mis mañanas color tierra se escabullen entre los filetes de esta caja de madera, donde los gusanos interceptan mis entrañas. Todo permanece casi inmutable en este cerco; tardes, almas y noches se congelan en mi ser como una misma sensación irrepetible. Y los tacos te acercan a mi lado sumida en el remordimiento de tu hazaña, con la mirada rastreando las formas de mis letras. Te veo más sola aquí al borde de mis huesos, soñando ser la amante de este muerto bajo el gris de las estatuas o rezando un “padre nuestro” que no pudiste honrar. Y tu silueta reclina la cintura ante mis ojos que nada pueden predecir para complacerme con mil pétalos, hurgando los vestigios enterrados con el humus. Lloras sobre tus rodillas ese amor eterno y distante habitando en estas hierbas, me enfureces, te apropias de los males entre las napas de mi vientre, mientras siento poseerte de infelicidad sobre estas pupilas fijas yendo y viniendo de tus labios. La sirena nuevamente avisa tu partida a todos los rincones de la muerte, te despides sonriente esperando un nuevo encuentro, mientras la tarde se diluye en los senderos y las lápidas como un duende invisible del dolor:
- Adiós - dices sin respiro, junto a tu mano extendida en el silencio
- Adiós - responden mis extremidades quietas bajo el habla de los pájaros, que creen llegar a perdonarte...

Todo queda al resguardo de cuatro paredones y una reja que nos separa del mundo. De vez en cuando nuestros pensamientos emergen de las tumbas, otras sólo somos un inmenso espejo retratando al resto de la humanidad.

Ana Cecilia.