Una casualidad hizo que se topara con la expresión “Horizonte de sucesos”. Leyó por internet que esa expresión se refería a la zona que rodea a un agujero negro, en la que sólo puede darse un suceso: caer en el agujero. Le sonó tan fatalista (se imaginó a un astronauta descubriendo espantado que acababa de entrar en esa área, descubriendo, en fin, que nada ni nadie evitaría que muriese tragado por ese fenómeno astronómico, con la duda última de si la muerte sería repentina o agónica y dolorosa, y la certeza de que nadie podría saber cómo fue, que no quedaría ni rastro de su existencia en este mundo, que no hay ni habría caja negra que registrara sus últimos momentos) que quiso inmediatamente escribir un cuento con esa frase como lema: Horizonte de sucesos.
Descartada la idea de escribir un cuento de ciencia ficción por ser demasiado obvia, decidió que su historia debía ser fatalista, tremebunda incluso.
Pensó en una historia negra, de personajes descarriados, de aquellos llamados balas perdidas, carne de cañón, víctimas de la sociedad o simplemente desgraciados a secas. Le brotó en seguida un malo: podría ser un delincuente que sale de la cárcel por haber cumplido la condena pero del cual la policía sospecha que tiene más crímenes en su haber, solo que no han podido demostrarlo. Un tipo sospechoso y acorralado por la policía, que le sigue a la espera de su próxima metedura de pata, con el deseo íntimo de que les diera motivos para tirotearlo y así terminar de una vez por todas con tan despectivo personaje.
Un personaje así, resulta evidente, habría que describirlo en huida. Pero, al mismo tiempo, cometiendo tropelías. No debía caer simpático al lector. Hay que recordar que la historia tenía que ser trágica, así que nada del típico esquema de polis malos y delincuente bueno. Ni de malo maloso contra polis buenos. Aquí el gusto desquiciado por la sangre ajena debía ser compartido, solo que cada uno desde el lado opuesto de la barrera.
Puestas así las cosas, tendría que haber víctimas. Justo como cuando entran en batalla fanáticos de dos religiones: acaba recibiendo el ateo, hereje para ambos. Y la o las víctimas debían cumplir el canon de la incomodidad. O bien porque los personajes tuvieran algo desagradable, o bien porque hicieran algo fuera de lo políticamente correcto. Porque hoy en día están de moda los "frikies", como si viviéramos en una sociedad abierta a todas las formas de ser. Pero no deja de ser puro escaparate. Todavía hay cosas que se meten bajo la alfombra, que mejor no se vean, que no se sepan. Lo ”políticamente correcto” se ha convertido en la misma prisión invisible que en otras épocas se llamaba “decencia” o “buen cristiano”.
Para elegir víctima pensó que lo primero que debía decidir era de qué, víctima de qué, que no es lo mismo de robo, de secuestro, de asesinato, de violación o de una combinación atroz de cualquiera de ellas. Eligió de violación, por ser delito creíble en un preso repugnante y feroz, que acaba de salir de la cárcel y que se supone ha de estar hirviendo por dentro por dar rienda suelta a sus perversiones. Y porque la violación suena terrible, desgarradora, porque al dolor físico se añade el profundo y no menor –diría que mayor- dolor moral, esa destrucción del Yo que supone que te arranquen de cuajo la dignidad sin mayor justificación que el disfrute por el dolor ajeno.
La versión tradicional sería la de un hombre heterosexual violando a una mujer. Pero como hay que procurar ser originales y salir del tópico para ofrecer al posible lector algo que no haya leído antes mil veces, debía tener otra inclinación. Así que el preso se le apareció como homosexual. Se podría añadir algo más, vestir con un tinte de que tanto le da carne como pescado siempre y cuando la víctima sea débil e indefensa para que el colectivo gay no se queje y para evitar que en el relato alguien mal pensado pueda ver la homosexualidad como algo perverso cuando no lo es.
Víctima débil… Ahí es cuando a nuestro escritor le apareció otra imagen de cierto día, subiendo las escaleras automáticas del Metro. En las escaleras de bajada, situadas justo al lado bajaba un joven con síndrome de Down. El joven miraba hacia las escaleras de subida, y miraba sonriente. Se había fijado en otro joven que estaba justo delante del escritor, un joven de aspecto hortera barriobajero. El hortera, cuando el movimiento de las escaleras terminó por cruzarles, le espetó: “¿Qué miras? ¡Maricón!”, a lo que el joven con síndrome de Down bajó la mirada visiblemente turbado. El escritor recordó vivamente que le sentó como una patada en las entrañas el comportamiento del hortera, como si el insulto hubiera sido a él. Y recuerda no sin cierto dolor que le pilló tan de sorpresa que no pudo reaccionar, cuando todavía hoy le hubiera gustado cantarle las cuarenta a tan ignominioso individuo.
Pero poco después se planteó algo: ¿qué le molestó realmente de esa escena? Está claro que la forma y el epíteto eran claramente desagradables, y más dicho a alguien en inferioridad de condiciones para defenderse. Pero… ¿quizá no le molestó también que diera por hecho que ese joven con síndrome de Down era gay? ¿Y acaso no era posible que un disminuido psíquico tuviera pulsiones sexuales, y que además estas fueran homosexuales? Está claro que es imposible saber si ese chico le miró porque le caía bien, o porque le recordaba a algún ser querido, pero cabía la posibilidad de que le mirase porque le gustaba sexualmente. Naturalmente eso no justificaba la reacción del hortera, para nada, pero porque ese joven –ni nadie- se merecía esa falta de respeto, por muy gay, loca, maricón o mariconaza que fuera.
La puerta se abrió: su víctima sería un joven con síndrome de Down y gay. Una patada a las convenciones que hacen de los disminuidos seres asexuados y asexuales, cuando son tan -y tienen el derecho a ser tan- sexuales como el resto. Y así el malo sería malo y repugnante de verdad.
Un último trazo: el preso debía ser guapo físicamente, de esa guapura femenina de rasgos delicados, que tanto gusta a mujeres y a hombres. Así, el protagonista, se ligaría a ese joven y, llegado el momento, lo violaría. El joven saldría despavorido. Ya tenemos dos imágenes. Pero se necesitaba más: en una historia fatalista la trama ha de funcionar como una maquinaria de relojería, todo ha de encajar para que llegue a puerto de forma inevitable el final previsto.
El escritor recordó que el preso era seguido por la policía, que había unos vengativos hombres de ley que estaban esperando cazarlo. Pero decir eso es como hacer un esbozo: había que perfilarlo, darle volumen y sombras. El motivo por el cual le tenían ojeriza bien podía ser porque sospechaban que ese preso había matado a un policía. Para hacerlo todo más creíble, pudo ser durante un tiroteo en un atraco a un banco, en el cual el preso escapó y su compinche murió por las balas de la policía. Para poder demostrar que fue él quien mató al policía, debían conseguir el arma que usó en ese atraco, que nunca apareció. O la parte del botín que logró llevarse. O que cometiese otro delito que justificara que los agentes sacaran las armas y vaciaran su cargador, llegado el caso. En realidad no confiaban en encontrar el arma. Ni el botín. Pero sí confiaban ciegamente en que cometiera otro delito. De hecho, lo estaban deseando.
Este ladrón pudo haber escondido en algún lugar de un bosque cercano una bolsa de plástico con el dinero y la pistola, en un momento de natural nerviosismo y de prisas, un escondite que ya había buscado antes y que sabía de difícil acceso. Lo dejó allí mientras esperaba que pasara la tormenta. Y antes de eso le pillaron por un intento de violación que no llegó a más porque la chica –en este caso fue mujer- tuvo la fortuna de acertarle con una soberana patada en los testículos, dándole tiempo a escapar y a ser ayudada por unos viandantes que paseaban tras una deliciosa cena en un restaurante cercano.
El provecto criminal buscaría nada más salir de la cárcel ese escondite para recuperar la pistola y el dinero, quizá con la intención de hacer desaparecer el arma de forma segura y definitiva y el dinero venderlo en el mercado negro, único lugar donde poder dar salida al dinero marcado ya que lo utilizan para operaciones delictivas fuera del país, donde nadie podía saber que esos billetes provenían de un atraco. Pero de retorno a la ciudad notó cómo le seguían, y se vio obligado a pensar en algo. Si por casualidad la policía le paraba ahora con cualquier excusa y registraban su coche, tenía la condena segura. Se detuvo, pues, en una gasolinera, escondió la bolsa con los billetes y la pistola dentro de su cazadora y se metió raudo en el baño, antes de que el coche que le seguía llegara. Allí, en el baño, cerró bien la bolsa de plástico y la introdujo dentro de la cisterna del váter. Daría unas cuantas vueltas con el coche para despistarlos y luego volvería a por el botín. O mañana, quién sabe.
El escritor se detuvo unos instantes y encendió un cigarrillo. La historia comenzaba a tomar cuerpo, pero todavía le faltaba algo de recorrido. Dejó al preso –aunque técnicamente no lo es, ya cumplió condena- saliendo y se quedó en la gasolinera. Tras el mostrador descubrió a un hombre mayor, cercano a la jubilación, y un joven que bien podía ser similar a aquel descerebrado del Metro. Y, recordando lo del Metro, hizo entrar a un chico con síndrome de Down. Era un chico capaz de cierta independencia, o bien de padres un tanto descuidados que le dejaban pasear por ahí, siempre y cuando no se alejara mucho del barrio. El joven acudía a la gasolinera a comprar patatas fritas, golosinas y alguna revista. Y era gay. Y siempre pasaba por allí a esa hora más o menos, cuando cambiaban el turno, cuando el hombre mayor se iba y se quedaba el joven, porque se sentía atraído por ese joven, aunque jamás fuera a decirle nada. Se conformaba con ser atendido por él mientras lo miraba con indisimulado arrobo preñado de deseo sexual y de ternura. Pero el gasolinero –el escritor se perdonó el neologismo, había que abreviar- sentía un profundo desprecio por el chico. Le ponía violento su presencia, su olor a colonia infantil, su ropa pasada de moda y su mirada embobada. El viejo alguna que otra vez le dio un coscorrón ante algún comentario de mal gusto por parte del joven, defendiendo al enamorado, aunque con comentarios poco afortunados, del tipo “pero no ves que el pobre es tonto, hombre”, a lo que el gasolinero respondía con algún gruñido y susurrando “pos que lo encierren, joer”, así, con esa fonética del que le importa una mierda el lenguaje como le importa una mierda los problemas de los demás. Ahora el escritor hizo salir de vuelta a casa al joven con síndrome de Down y dejó al gasolinero a cargo de la estación, cabeceando aburrido ante las instrucciones del viejo, que siempre tenía la maldita costumbre de repetirle paso por paso lo que tenía que hacer durante su turno.
El relato debía volver al ladrón, que subido al coche empezó a dar vueltas por la ciudad cada vez más nervioso, porque el coche camuflado de la policía no se separaba de él. De hecho empezó a realizar maniobras bruscas, como cambiar de carril y de calle acelerando, o apurando los semáforos, para ver si así lograba despegarse, aunque sin éxito. No podía evitar pensar en el botín escondido en la gasolinera, y en su por ahora frustrado plan de salir con él de la ciudad, para comenzar su vida de nuevo. Tanto apuraba las maniobras que se saltó un semáforo en rojo, excusa perfecta para que el coche camuflado sacara a relucir la sirena y comenzara a perseguirlo. El delincuente apretó a fondo y acabó metiéndose por un callejón que resultó ser sin salida. Había una puerta que daba a un local de copas, así que se bajó y se metió en ese bar. La sirena se oía cercana y no le daría tiempo a salir de allí maniobrando con el coche. Una vez dentro, se acercó a la barra, pidió una cerveza y preguntó por el baño. Para su alivio, el servicio tenía una ventana que daba al exterior, así que ni corto ni perezoso se empinó por ella, dando a parar a un patio interior.
Mientras, escuchó cómo la policía se detenía cerca. Habrían detectado su coche y era cuestión de segundos que entraran en el local. Trepó por una pared baja del patio y cayó sobre unos matorrales. Maldijo su suerte porque al frente tenía un descampado, iluminado al fondo por la gasolinera. Había dado vueltas sobre la misma zona cayendo en el peor lugar. Caminó hacia su derecha, donde había una hilera de patios traseros de casas unifamiliares, lamentando tener tan cerca la gasolinera y no poder hacer nada. Cruzar el descampado era exponerse a la policía, y sabía de las ganas que tenían de pillarle. Su única escapatoria era caminar por esa hilera de casas y buscar otro callejón que le sacara de allí, o una casa que estuviera vacía y colarse en ella…
Pero a los pocos metros recibió otro sobresalto. Vio a alguien asomado en el patio mirándole, de pie tras la valla de madera pintada de blanco. En seguida encendió un cigarrillo y siguió caminando como si tal cosa, hasta que al pasar al lado vio que quien miraba era un chico con síndrome de Down. Tenso por no saber cómo se comportaría el chico y por temor a que se pusiera a chillar, compuso la mejor y más deslumbrante de sus sonrisas y se acercó dándole las buenas noches ofreciéndole un cigarrillo. El chico rechazó el cigarrillo pero lo miró azorado. Nunca antes un hombre tan guapo le había dedicado palabra alguna. El delincuente, al ver cómo le miraba el joven, vio su escapatoria. Averiguó que esa noche estaba solo porque sus padres se habían ido al baile y le pidió que le invitara a entrar. Como en estado de trance, el chico, incapaz de creer en su buena suerte, abrió la valla y le dejó entrar en casa justo antes de que la policía apareciera.
Disimulando consiguió convencer al chico de que no encendiera las luces, que así sería todo más íntimo, y que lo llevara hasta una habitación del piso superior, fuera de las miradas indiscretas de la policía. Estuvo sentado con el joven, que no sabía qué hacer, pero que no podía evitar lanzarle todo el rato miradas excitadas, charlando de cualquier cosa, mostrando interés por sus aficiones, al tiempo que escuchaba cómo los policías lanzaban maldiciones por no encontrarlo, y cómo uno de ellos insistía en buscar palmo a palmo por la zona.
De pronto, uno de los policías llamó al timbre.
La reacción del joven fue la de ir a contestar, pero el delincuente le calló estampándole un beso en la boca. Tras el beso, el delincuente le sonrió preguntándole si le había gustado. Y este, totalmente acalorado, contestó que sí moviendo la cabeza. Acto seguido le preguntó si tenía algo que beber, una cerveza o algo así, a lo que el chico le contestó que su padre tenía botellas en un armario en el salón. Como si de un juego se tratase, logró que le llevara hasta el armario en total silencio y sin encender las luces. El armario resultó tener varias botellas de whisky rye y bourbon. Tomó una de cada y acalló las protestas del joven con nuevos besos, volviendo al dormitorio.
De nuevo sobre la cama dio varios tragos, ofreciéndole al chico, quien siempre se negaba, aunque acabó aceptando dar un sorbo por la insistencia del delincuente, que rió con ganas ante la tos que le dio al chico. Se levantó varias veces para asomarse por la ventana y asegurarse de que los policías se alejaban, sin soltar una de las botellas.
Se relajó por efecto del bourbon y al no ver a la pasma husmeando por ahí, aunque todavía no se atrevía a salir de la casa convencido de que debían estar cerca. Al sentarse junto al joven, notó como este tenía la entrepierna hinchada. Esa visión le excitó y volvió a besarlo, agarrando la mano del joven y poniéndola sobre su bragueta. El delincuente sacó su pene y colocó las manos delicadas y suaves el chico sobre él, indicándole cómo acariciarlo. Cuando tenía el pene duro, puso la mano sobre la cabeza del chico y lo empujó hacia abajo deseando que le hiciera una felación, pero el chico opuso resistencia. Esa negativa hizo que su mente se enturbiara: de pronto, sintió como un ruido que le bloqueó, algo parecido a la nieve que aparece en un televisor antiguo cuando no capta una emisora, un ruido blanco que le crispaba. En la boca del estómago le nació una nausea espantosa y tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no vomitar. Agarró al chico tapándole la boca y le dio la vuelta, colocándolo boca abajo. A base de tirones le fue bajando el pantalón. El chico pataleó y comenzó a morderle le mano. El delincuente le propinó un fuerte puñetazo con su mano libre en la cabeza, otro en el cuello, otro en la nuca y siguió bajándole la ropa hasta que le descubrió el culo. La visión del trasero del chico le turbó aún más. Notó otra convulsión y tragó saliva mientras gruñendo se puso sobre él. Cuando le penetró el chico soltó un grito ahogado y él un gruñido animal. Dejándose caer con todo su peso le dio otro golpe en la cabeza mientras se movía dentro del chico hasta que se corrió. Se dio la vuelta y se dejó caer boca arriba, soltando al chico.
Ahora el escritor decide dejar la acción ahí, ha sido demasiado brutal, se necesita un respiro. Vuelve a la gasolinera, donde el gasolinero ya está solo, ha cerrado la puerta de cristal para evitar que nadie entre sin su permiso y, tras beber aburrido una lata de cola, se dirige al baño a echar un meo, porque este joven jamás orina, micciona o mea, siempre es “echar un meo”. Tira de la cadena y apenas cae agua, cosa que le cabrea, porque significa que la cisterna se ha estropeado, y teme el enfado del viejo, porque seguro que cuando vuelva por la mañana le echará la bronca a él. Así que baja la tapa del váter, se sube encima y mete a ciegas la mano en la cisterna, a ver si tocando el mecanismo se arregla solo. Pero su mano topa con un plástico que al tirar de él se convierte en bolsa, y la bolsa resulta que contiene un montón de billetes y una pistola.
El gasolinero mira el contenido de la bolsa con cara alucinada, y se dirige rápido al mostrador, dejándola en el suelo. Mira a través de los cristales: nadie viene. Temeroso y excitado, abre la bolsa y coge un fajo de los billetes, que parecen nuevos. Su mano sopesa la pistola. Un revolver. Y cargado.
El escritor cambia de nuevo rápidamente de escenario. En todo relato donde se cruzan historias la acción llega a un punto en que se acelera. Como en un reguero de pólvora en una película antigua: durante un buen rato la llama lo recorre con lentitud hasta que se va acercando al final. Y la historia se está terminando. Así que vuelve al dormitorio donde el delincuente, agotado, borracho y corrido, permanece sobre la cama resoplando como una ballena mientras que el joven con síndrome de Down parece empezar a reaccionar. Primero se le escapa como un hipido, que se repite como un eco hasta hacerse nervioso. Los hipidos se van convirtiendo en lamentos, aumentando el volumen. Eso alarma al delincuente, que le suelta un manotazo atolondrado, abotagado como está. Al sentir el joven el manotazo, suelta un chillido, quizá temiendo que le fuera a penetrar otra vez, y salta de la cama comenzando a correr. De forma milagrosa, o quizá de forma desesperada, logra subirse los pantalones sin llegar a caerse mientras baja por las escaleras. Eso logra sacar de su ensimismamiento al delincuente, aunque un poco tarde, tan sólo unos segundos, los suficientes como para no poder evitar que el chico saliera de la casa por el patio berreando de dolor, de miedo, de humillación y de pánico. El delincuente salió tras él, dándole tiempo a ver cómo corría por el descampado hacia la gasolinera. Su visión se turbó durante unos segundos por efecto del alcohol y de levantarse tan rápido, así que se tienen que añadir unos segundos más a su parálisis anterior, quedándose de pie en el patio llevándose la mano a la frente, en un intento reflejo de despejarse la mente. Con la cabeza dándole vueltas pudo oír las voces de los policías de nuevo, quienes como bien sospechaba el delincuente, no se habían alejado demasiado y alertados por los gritos del joven se habían asomado a ver qué sucedía. Y ahora tenían a la presa allí, aturdida, volviéndole la nausea. La caza había terminado.
El joven no dejó de chillar mientras corría por el descampado hasta topar con las puertas de cristal de la gasolinera. Llorando comenzó a golpearlas mirando al gasolinero, quien se llevó un buen susto ya que estaba tras el mostrador sosteniendo concentrado la pistola. El gasolinero se asomó y su rostro dibujó una mueca de asco: ahí estaba el chico ese que tanto odiaba, con los pantalones medio bajados, con la cara desencajada y gritando. Le gritó diciendo que se fuera, pero no le hacía caso. Se puso nervioso, se sentía violento, le dio repugnancia y miedo, por un momento pensó que el chico ese quería violarle, así que recordando que tenía el revólver le apuntó, chillándole de nuevo para que se fuera. Pero el joven con síndrome de Down estaba tan asustado, tan destrozado que no podía reaccionar, sólo pedir con desespero que le atendieran, que le protegieran, que le salvaguardaran de su violador. Y el gasolinero, temblando, superado por los acontecimientos, apretó el gatillo.
Los policías rodearon al delincuente exigiéndole que se rindiera, que levantara las manos, que se las colocara en la nuca, que se tirase al suelo, mientras uno de ellos le apuntaba con una linterna a la cara, haciéndole entrecerrar los ojos. El delincuente apenas si tuvo tiempo de reaccionar ante tanta orden discrepante, sólo acertó a levantar los brazos para taparse la cara mientras en su mente rebotaba sin parar la pregunta de cómo iba a escapar de ahí. Pero la respuesta nunca llegó. Se oyó un disparo lejano que provocó que uno de los policías gritara “¡Está armado, está armado!” y una lluvia de balas mordiera con fiereza el cuerpo del delincuente mientras caía como un fardo.
Tras quién sabe cuántos disparos, se hizo el silencio. La peste de pólvora inundaba todo. Uno de los policías se acercó pistola en mano acercándose al cuerpo del delincuente. Tras tomarle el pulso se dirigió al resto de los compañeros diciendo en voz alta que estaba muerto, lo que hizo que todos se guardaran las armas en las respectivas fundas. Uno de ellos llamó por radio a la central, pidiendo una ambulancia. Otro se secó el sudor de la frente con el antebrazo. Y un tercero se encendió el cigarrillo dando unos pasos alejándose de la casa, en dirección hacia la gasolinera. Se dio cuenta que el delincuente estaba desarmado por lo que, a pesar de sentir que se había hecho justicia sabía que ahora les tocaría lidiar con los de asuntos internos. Pensó que le importaba dos cojones: había muerto un mierda y se había hecho poli para eso, para retirar a los mierdas de las calles. Mientras daba caladas profundas, sus ojos se posaron en la gasolinera que estaba allá al fondo. Se extrañó al ver lo que parecía un cuerpo tirado sobre el suelo, frente a las puertas. Y cuando vio a un joven con una pistola en la mano que echaba a correr alejándose de allí supo que la noche iba a ser larga, infernalmente larga.
El escritor se separó de la pantalla estirando la espalda. Ya había terminado el cuento. Encendió un nuevo cigarrillo y se puso de pie. Por fin había cumplido con su nuevo reto, por fin se había quitado de encima esa sensación de tener que escribir una historia, que en esta ocasión vino provocada por la lectura accidental de un concepto astronómico, el horizonte de sucesos, esa zona alrededor de un agujero negro en la que sólo podía suceder una cosa: caer en el agujero.
Sintió un escalofrío extraño cuando sin soltar su cigarrillo tecleó las últimas palabras del cuento que acabaría justo después de este punto final.
|