Uno llega a casa, un lugar frío y silencioso, impregnado de recuerdos, muebles que deberían estar ocupados por aquellos que ya no están. Sabes que el sueño tardará en llegar, que la televisión ofrecerá poco y no tienes ganas de evadir tu vida leyendo esos libros, cuyas historias, innegablemente, no tienen nada que ver con tu realidad. Tu soledad es el resultado de una relación distante con familiares y amigos, de una economía desgastada y tu cada vez menor capacidad de tratar con el exterior. Entonces, prendes el monitor y sabes que ahí habrá un lugar que te abrigue, un lugar que conoces y donde, sin duda alguna, hay gente que sabe de ti. Esos sitios se han convertido en un nicho de familiaridad, donde lo sucedido y lo dicho te incumbe. Eres parte de esa sinfonía que te exige un compromiso diario, tu sola presencia, aunque por días sea la pura contemplación de un testigo mudo. En unos cuantos minutos, todo aquello que te rodea, la existencia misma, se desvanece y la realidad en la que subsistes no es otra más que la de la pantalla. No hay abandono ni fracaso. Vences el recuerdo que nunca debió ser y se niega a desaparecer. Luego de leer durante horas, párrafos y párrafos que te hacen reír, reflexionar, enfurecer, los ojos no rinden más y el sueño termina derrotándote. Es hora de acostarse en la vieja cama, con esos temores e ideas obsesivas que rondan en tu mente. Tardarás en dormir y en la mañana te costará trabajo levantarte. No importa, por hoy duerme, resiste las dificultades diarias e ignora la pesadumbre. Mañana tu computadora estará ahí, esperando a que regreses y ser parte de nuevo de un todo en el que te sientas útil.
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