Elevó la mirada al techo de la carpa y pensó que todavía quedaba algo de noche para disfrutar. A Claudia le parecía que se habían ido a dormir demasiado temprano. Eran las doce, y a pesar de la amenaza de osos asesinos que rondaba por el parque, decidió fugarse un rato a solas para contemplar la noche y explorar un poco. Con cuidado tomó la lámpara de gas roja y, esquivando a su madre dormida a sus pies, se escabulló agachada hasta la entrada de la carpa y salió sin emitir el menor ruido.
La hierba bajo sus zapatos se aplastaba cómodamente mientras ella cerraba la carpa, totalmente silenciosa. Caminó unos cuantos pasos hasta alejarse lo suficiente y encendió la linterna, a fin de no despertar con la luz a sus padres. La noche era húmeda, los grillos cantaban alegremente por todos lados y de vez en cuando se oían los chillidos de algún roedor salvaje cercano. La joven respiró hondo y se adentró en el camino del bosque, mirando a los lados más curiosa que asustada. Los árboles, sus ramas cayendo hacia el suelo por el peso de los nidos, los animales de la noche, irreconocibles ante tanta oscuridad, todo parecía llamarla a alejarse más y más de la seguridad que le ofrecía el refugio de sus padres. El frío de la noche de otoño le congelaba los brazos a pesar del sweater azul que llevaba puesto, pero ella estaba feliz. Era su cumpleaños número 16 y debía hacer algo realmente interesante antes de morirse de aburrimiento en su vida sin muchos cambios. Por eso, esa noche decidió salirse del camino marcado en el pasto posiblemente por algún scout y cruzó a la derecha, apartando algunas ramas para hacerse paso entre la maleza oscura. Luego de caminar un largo rato, Claudia se encontró en un claro. Jamás lo había visto (sus padres nunca la dejaban alejarse demasiado de ellos) y se sintió liberada y emocionada. La luz de la luna parecía tan fuerte luego de tanta oscuridad entre los árboles, que opacaba su débil lámpara de gas, así que la apagó y se dejó impregnar por la luminosidad de la noche. Se quitó los zapatos, sintiendo cosquillas por la grama fría en sus pies y se acostó para ver mejor las estrellas. Estuvo un rato tumbada en el suelo, pensando en nada, hasta que escuchó algo. Emocionada en vez de asustada, se levantó hasta quedar sentada y gritó:
- ¿Quién anda ahí? – le respondieron con otra pregunta, en un idioma extranjero.
- yeh kiski hai aahat?
Claudia se impresionó. Nunca había oído tales palabras, y a juzgar por la masculina voz que las había pronunciado, debía de tratarse de algún joven turista. Imaginó a un interesante árabe, o quizás un holandés, y sonrió contenta. Era el ambiente perfecto para enamorarse.
- Do you speak English? – dijo, coqueta, intentando imitar el acento inglés para parecer más interesante.
Pero no hubo respuesta. A su izquierda, entre un matorral algo increíblemente grande se movió, agitando las hojas de los árboles cercanos. Por primera vez, la muchachita audaz sintió miedo. Ese “animal” o lo que fuese era demasiado grande para ser humano, y sin embargo, había hablado. Ningún ser, descontando al humano, hablaba, y mucho menos de la forma en que éste lo había hecho. Definitivamente no era un perico.
La niña retrocedió. Su respiración empezó a acelerarse y sintió como si de repente todos los ojos del mundo estuviesen espiándola. Se arrepintió de haberse alejado de la tienda de sus padres, ya que a estas alturas no podría recordar la dirección debido al miedo. Los árboles seguían moviéndose cada vez más, pero repentinamente todo cesó. Claudia se asustó más y sin quitar la vista de los árboles, palpó el suelo con la mano hasta encontrar la lámpara; la encendió y todo se iluminó un poco más. Los árboles comenzaron a moverse de nuevo, ahora la voz susurraba cosas que ella no lograba escuchar con claridad, y tampoco entendería de poder hacerlo. Las lágrimas comenzaron a nublarle la vista, la joven sólo podía pensar “Por favor, Dios, sácame de aquí” mientras comenzaba a temblar. Una figura gigante, semejante a un hombre grandísimo, apareció entre las ramas. Su piel era tan negra y tercia que reflejaba los rayos de la luna. Tenía alas grandes, pero definitivamente no era un ángel. De su cabeza, a los lados, colgaban dos orejas muy largas, parecidas a las de un elefante pequeño. Sus ojos amarillos y redondos como los de un gato se encontraron con los ojos verdes de la muchacha. Eran unos ojos preciosos, pero se notaba a leguas que eran malignos. Ésta criatura llegaba para llevársela, y ella no podía moverse.
El depredador avanzó cauteloso y con pasos grandes hacia Claudia, quien apretaba entre sus blancos y temblorosos dedos la lámpara encendida y lloraba emitiendo chillidos. Era una criatura que ella jamás había visto y no se parecía a ningún animal que pudiera pasársele por la mente en esos momentos. Sonrió mostrando cuatro gigantes y afilados colmillos, y la chica se desesperó más aún. No le preocupaba la idea de morir a manos del ser misterioso que la observaba, pero esos colmillos parecían ser dolorosos al romper la piel y eso era algo que ella no estaba dispuesta a tolerar. Se levantó con fuerza y corrió hacia la derecha, intentando alejarse de la bestia. La criatura rió con fuerza y a largos pasos corrió tras de su indefensa presa, tomándola por la cintura con uno de los grandes brazos. Acercó su boca oscura a la nuca de la muchacha y apartando los rizos oscuros, susurró en su oído algo que ella no supo entender. Claudia comenzó a gritar, pero la mano gigante del animal le tapó la boca, enmudeciéndola. Olió el aroma a sangre en su mano y supo su destino irremediable. A pesar de eso, siguió forcejeando intentando liberarse sin mucho resultado. El ser oscuro alejó su mano de la boca delicada de Claudia, y a continuación, le profirió un fuerte golpe en el estómago, dejándola sin aire para respirar ni para hablar. La muchacha se estremeció de dolor y tirándose al piso, derrotada, elevó la mirada hacia el monstruo, que la miraba desde arriba con una sonrisa malvada. Se acercó lentamente a ella y tapó la luz de la luna con sus alas oscuras, sin plumas. La chica cerró los ojos con fuerza, sintiendo la respiración del terrible monstruo que se aproximaba a su cuello. La mandíbula del último de los gergasis tocó el suave cuello de la niña mimada de los adinerados Licio, clavándole con fuerza cuatro colmillos y salpicando sangre que hasta ese momento había sido denominada “azul” en el pasto, mojado de rocío. El suelo del bosque se vistió de rojo. Nadie nunca la encontró. |