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No es preciso decir que Irene no era una mujer cualquiera. No es preciso decir que buscaba, como todos, su alma gemela. Que anhelaba, entre sueños de novela, un espíritu que fuera capaz de recobrar su interés por las películas a blanco y negro, por las utopías perpendiculares, por las montañas rusas y por los caballos de madera.

No es preciso decir que añoraba la llegada de su príncipe azul, de aquel caballero de fina estampa y corcel blanco que llegaría a rescatarla de la prisión cotidiana en la que vivía. No es preciso decir tampoco, que intentó, por la falta de cooperación del destino, descubrir a su amado de mil maneras.

Se dice que besó trescientos treinta y nueve sapos; que acudió a once gitanas, cuatro curanderos y dos expertas en “limpias”. También se comenta que publicó su foto en el Internet y en la sección dominical de un periódico en decadencia. Que escribió una carta algo pretenciosa a una revista, de esas quincenales y que llevan nombre de mujer.

No es preciso decir que empezó, poco a poco, a desesperarse y a perder la confianza en sí misma. Que comenzó a creer que el universo le jugaba una mala pasada, y que aquel príncipe azul tan idealizado en su diario verde y de cintas amarillas, jamás aparecería. Su esperanza, entonces, se desvanecía día tras día, noche con noche, día tras día. Todo el amor que reservaba en algún lugar de su alma se disipaba a través de ese destierro sentimental al cual había sido condenada. ¿Era tan difícil, se preguntaba, encontrar a la persona correcta? Siempre creyó que bastaría una mirada, una sonrisa, tal vez una palabra, para reconocer a la persona con la cual compartir toda la vida. Tal vez, una señal del universo sería suficiente para identificar a ese príncipe azul con quien pensaba casarse, hacer familia, compartir una salchicha, maldecir una película, quejarse del costo de la vida, rajar de un libro, tomar café y arreglar juntos la cocina. ¿Era tan difícil, insistía con las preguntas, apartar la soledad de una casa vacía, cortar de tajo la frialdad de una cama desierta, tener con quien compartir una lágrima, un beso, un abrazo? Sólo buscaba alguien que se quedara en la noche de tormenta, que estuviera al salir el sol, que fuera lo primero y lo último en su rutina.

Tal vez, si sea preciso decir que sintió que no aguantaba más y por eso decidió descubrir ella misma a su príncipe azul y no esperar a que fuera el destino quien se lo presentara. No iba a detenerse cual flor a la espera de que alguna abeja se fije en ella. No iba a posponer sus sentimientos en pro de una carrera, de una condición social o del “momento oportuno”. No iba a esperar que fuera el amor quien abriera la puerta. Ella misma buscaría a su príncipe azul, a su pareja, compañero, amigo, amante y compinche.

Fue así que, se armó de un tarro de pintura, azul obviamente, y salió a la calle decidida a bañar de color al primer hombre que encontrase (y que se lo mereciera).

Texto agregado el 07-04-2003, y leído por 425 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
12-07-2011 Muy bueno...o casi todo. Tienes un gran talento descriptivo y de caraterización de personajes. El final "guatea".Esperaba una sorpresa acorde con el relato. raladiv
02-01-2007 Me gusta mucho. No has pensado dividir este mismo cuento en versos??? A ratos tenía un buen sonido de poema... gnomito
07-04-2003 Leído. Me gustó todo, menos el último párrafo. No que esté demás, pero yo lo hubiera terminado en el anterior. Tu redacción es muy buena. Gabrielly
 
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