Le dije a mi hijo que tenía un elefante en el zapato. Si bien me confesó que no me creía, yo sabía que solo dudaba, e invadido de preguntas, fui respondiéndole con la mayor ternura y delicadeza posible.
Los amigos no le creyeron, no le creyeron aunque quisieron, no le creyeron a pesar de que les haya contado de que se alimentaba o en donde dormía, y no le creyeron, no por falta de imaginación, sino porque, ya sea a su sociedad o su maestra, les parecía ridículo.
Mi hijo volvió llorando de la escuela, y con lágrimas en los ojos, me miró con rencor y se despidió, se despidió de un portazo de su infancia.
A veces, por las noches, me culpo en la privacidad de mi cama por haberlo alejado de mis brazos a tan temprana edad. En esos momentos de culpa, en esos momentos de siniestra ternura y compasión hacia mi pobre hijo, en esos momentos de sencilla y poderosa agonía y decepción de mi mismo, siempre esta ahí, mirándome desde el rincón escondido de la puerta, ahí, en mi zapato negro, mi diminuto elefante, recordándome, que la fuerza del individuo se puede adquirir de la madre.
|