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Inicio / Cuenteros Locales / lalli_93 / Un hombre diferente

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Una vez conocí a un hombre que, en realidad, era diferente a todos. Se vestía diferente, se movía diferente, hablaba diferente y hasta pensaba diferente.
Solía ir a trabajar con el paraguas abierto y las medias arriba de los pantalones. No usaba corbata ni camisa y se bastaba con un chaleco amarillo y una bufanda verde.
Muchos pensaban que estaba loco, especialmente por las cosas que decía, y los complejos movimientos que hacía para dar un solo paso: primero colocaba el dedo pulgar de su pie en el suelo, luego, lentamente, aterrizaba todos los demás. Después, haciendo ademán a la música disco, movía en círculos los hombros como si bailara, y finalmente movía su cadera en posición de sus pies. Este hombre era un hombre extraño, o eso era lo que creíamos.
Un día en la oficina, una organización del estado había venido a proyectar una película sobre el respeto a los demás y la amistad, esto seguramente había surgido por el alboroto de los múltiples asesinatos producidos por dementes en distintas empresas.
La película no era gran cosa, pero era clara, concisa e infantil, me hacía acordar a los cortos animados que proyectaban a la mañana en la televisión. Claro que ahora ya existen largos dibujos animados y a toda hora, pero cuando yo era chica estas cosas no existían y debíamos conformarnos, nosotros los niños, con pocas horas de las nueve de la mañana hasta las diez u once cuando mucho todos los días.
En la proyección mostraban a un hombre pequeño, solo y sin amigos, y cada vez que alguien se sentía incomodo o penoso por el pobre personaje miraba al hombre extraño que miraba, sorprendido, la película.
Esa noche tuvimos una reunión de grupo y decidimos que para hacer sentir mejor a nuestro extraño compañero, nos vestiríamos igual a el durante esa semana.
A la mañana siguiente preparé el absurdo vestuario y me lo puse. Debo reconocer que sentí mucho pudor al salir a la calle, y debo reconocer que también lo sintió la gente que viajaba junto a mí en el subte.
Al llegar a la oficina saludé a todos con una sonrisa y una carcajada, todos, absolutamente todos estaban vestidos como este hombre. La bondad y alegría que sentían todos era increíble, creo que jamás nadie vaya a volver a sentirse tan gratificado consigo mismo haciendo una obra bondadosa.
Todos estábamos muy ansiosos por que él llegara, pero la espera se hacía interminable. Finalmente llegó, y su cara, es decir, su expresión, no fue exactamente la que esperábamos. Bueno, evidentemente se había dado cuenta de nuestra acción, y parecía agradecido, hasta sorprendido; nos dio un abrazo a todos.
Al día siguiente, todos nos vestimos de la misma manera, con diferentes colores, pero en definitiva era lo mismo. Ya la acción no nos hacía sentir igual pero, igual se notaba la alegría, o al menos una extraña felicidad en el ambiente.
Cuando él llegó a la oficina (esta vez más temprano) su cara reflejo el dolor de un hielo seco en su estómago. Nadie entendió mucho la expresión, y creo que algunos se ofendieron, pero de todos modos él saludó a todos con felicidad y todos le devolvieron la mirada.
A la mañana siguiente las cosas siguieron igual, excepto por la cara del muchacho que iba empeorando con cada día, al igual que su comportamiento; ya no era tan alegre y desfachatado y yo y mis compañeros ya no nos empezamos a sentir tan bien con el asunto, no es que nos sintiéramos mal, pero la felicidad que habíamos sentido antes había casi desaparecido.
Los días siguieron durante la semana, iguales. Ya nos habíamos acostumbrado a la vestimenta y sorprender a nuestro querido amigo ya no era importante. Así terminó la semana.
El lunes por la mañana me desperté, temprano como siempre. Me lave los dientes, desayuné y fui a vestirme. Sobre mi cama estaba colgada la ropa que había estado usando toda la semana, me dirigí al placard, que era donde estaba doblada y guardada mi ropa de trabajo común y corriente. La agarré, la desplegué sobre mis brazos y fui directo al baño a vestirme.
Al abrir la camisa y desplegar mi brazo sobre el aire para por fin introducirlo en una de las mangas de ese tejido, tan blanco, tan liso, se me ocurrió pensar que esa ropa era tonta y aburrida, y no pude ponérmela. Lo intenté de nuevo, pero no pude hacerlo. Fui a mi dormitorio y me encontré, sonriéndome a la cara, a esa ropa colorida y divertida, y para nada extraña; no tuve otra opción más que ponérmela.
Salí a la calle y comencé con el baile del caminar extraño que para ese momento, no me parecía tan raro. Noté que la gente me miraba, pero me pareció algo común, algo rutinario y sin importancia.
Al entrar en la oficina observé, tranquila, que todos conservaban sus coloridas vestimentas y su caminar entretenido. Saludé a todos y caminé directo hacia mi cubiculo.
Al pasar por él, descubrí al hombre extraño trabajando, ahí, sentado, tan ridículo como siempre, tan diferente y sombrío, ahí, con su traje y corbata, con sus zapatos lustrados y con su andar tranquilo y rítmico.
Fue entonces que descubrí, que nada de lo que hiciésemos, ninguna acción bondadosa, ni ninguna palabra amistosa podrán cambiar a ese hombre, siempre extraño, siempre diferente.

Texto agregado el 18-10-2008, y leído por 235 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
20-10-2008 Genial!!! ChaosSpear
19-10-2008 BUEN TEXTO UN ABRAZO sapoeta
 
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