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Si bien nunca fui un tipo solitario, jamás estuve repleto de amor, y este vacío me llevaba, generalmente, a la angustia y al encierro de mí mismo. No es que fuera demasiado neurótico, pero siempre, ya desde chico, fui muy sensible con respecto a mis sentimientos, esto por supuesto me causó algunos problemas en la vida, que no voy a mencionar ya que no vienen al caso.
Trabajaba como dependiente de farmacia o droguería, como gusten llamarle. El negocio no era muy grande, era más bien lo que podría llamarse mediano. Un lugar blanco, limpísimo (el dueño era un detallista) y lleno de propagandas por todos lados. Asumo, que eran las publicidades la principal fuente de dinero.
El camino que debía hacer para llegar a mi trabajo era corto, tan solo un par de cuadras, tal vez cuatro o cinco desde mi casa hasta ahí, donde nace Estado de Israel acompañado de la Avenida Córdoba tomados de la mano.
Nunca me molestó levantarme a las cinco de la mañana para ir a trabajar, como tal vez dije antes, mi jefe era un detallista y le gustaba que pusiera el local en condiciones para cuando él llegase. Me agradaba poder caminar por el pavimento frío y solitario, es que a veces, podía sentir su tristeza.
Lo desértico de la calle y su oscuridad eran otra de las cosas que más disfrutaba en mi pequeño viaje. Las luces nocturnas, brillantes como las que nos miran en la ruta y nos animan cuando somos chicos, me cuidaban de los monstruos de la oscuridad rugiente. Así, no se veía un alma, y era en esos momentos de paz, donde el mundo y la ciudad eran todo míos, que podía profundizar en mis sentimientos y centrarme en la infinita soledad del ser humano.
En uno de los tantos viajes a mi destino sin importancia, en uno de esos viajes maravillosos, estaba caminando, en silencio (a veces solía contar en voz alta algunas ideas que me surgían en la cabeza como si hablara con alguien), por la gran avenida cuando, en medio del desierto de cemento y papel, percibí un movimiento en el lado contrario de mi vereda; supuse que no era nada y seguí caminando. Debo decir que siempre fui alguien que se asusta fácilmente de monstruos y ese tipo de idioteces.
Seguí mi camino con paso lento y tranquilo, como si mi destino fuese verdaderamente de poca importancia, o como si tomara una ducha. De repente volví a oír el paso decidido de alguien, no me atreví a mirar esta vez y seguí caminando. Mi andar comenzó a hacerse un poco más rápido, tampoco quería demostrarle (no sé a quién) que estaba asustado.
La sensación persistió, por lo que, terriblemente asustado (a pesar de todos mis argumentos tranquilizadores) decidí mover lentamente la cabeza. Vi con certeza unos pies que caminaban con paso decidido y tenso en línea recta. Levanté un poco más la cabeza, vi lo que me pareció una falda, volví a bajar la vista, esta vez, estaba mucho más relajado.
Levanté la cabeza con sumo cuidado, pero sin hacer ningún corte en mi ansioso movimiento. La vi. Era una mujer, joven a decir verdad, que me superaría en tres o cinco años. Su cuerpo, fino como el de un zorro, inspiraba dulzura y alegría, no por su forma de actuar, sino por la simple estética de su estructura, sin ser muy bello, estaba lejos de ser feo.
Su forma de caminar, tranquila y campante, dispuesta a pegar la vuelta en cualquier momento, la adoraba, y debo decir, me llamó la atención al instante. Proseguí recorriendo con la vista su cuello y su espalda, ambos delgados mostrando una piel hermosa y lisa y una carne firme y deliciosa.
Su frente era exquisita y sus cejas perfectas, como dibujadas por una nota musical se pronunciaban leves y firmes sobre sus ojos que, por cierto, estaban perfectamente alineados.
La dentadura, hermosa en todo sentido, mostraba unos labios del más puro color de la paz, no pude sin embargo, llegar a ver sus dientes. Así también tampoco puedo estar seguro de nada, la oscuridad me sofocaba.
No hablaré más de sus rasgos físicos, ya que, a pesar de que eran magníficos, no me detuve el suficiente tiempo a verlos, creo, si mal no recuerdo, que poco me habían importado. Sin embargo, sí observé sus piernas, que eran absolutamente sensuales y bellas.
En todo mi asombro por haber encontrado a una mujer tan bella, más bella que cualquier ser humano que haya visto (al menos a mi gusto), no me detuve a observar que ella me estaba mirando, y en cuanto nuestros ojos se cruzaron, aparté la vista inmediatamente, enterrándola en el piso.
Jamás en la vida había sentido tanta emoción, tanta sorpresa, tanta suerte, creí, en ese momento desesperado, que había encontrado a la mujer de mis sueños, cosa que jamás (a pesar de que estuve enamorado otras veces) me había pasado.
Volví la cabeza, esta vez más decidido que antes. La encontré justo como la había dejado, no era un sueño, no, era real, y caminaba a veinte metros míos con paso tranquilo ahora.
Nos miramos, nos miramos sonrojados, y nos advertimos que esta era la chispa del tan buscado verdadero amor, nos dimos cuenta y por eso sonreímos, casi, al mismo tiempo.
Le grité que se acercara, pero ella lo había hecho también y el sonido no pudo escucharse. Nos echamos a reír. Éramos dos adolescentes enamorados, y nuestro paso era tranquilo, como si camináramos de la mano, sonriendo, sin nada de qué preocuparnos.
Pude advertir que era algo superior a mí, algo más sabia, tal vez por los años, tal vez por su vida, pero sea lo que sea me hizo bombear el corazón de amor aún más.
La calle estaba terminando y yo comenzaba a sentir pánico de que todo esto fuera idea mía y que al final ella no me aceptara en su vida, es decir, ni siquiera sabía su nombre, o si tenía ya una pareja, o si todo fuera producto de haberme confundido con otra persona, quién sabe, podía ser posible, ¡todo era posible! Y la calle estaba llegando a su fin.
La farmacia estaba a veinte metros de mí, pero yo doblé para cruzar la calle, y ella hizo lo mismo. ¡Mi corazón saltaba de alegría! ¡No podía esperar a tenerla entre mis brazos! Ya me imaginaba un futuro con ella, y la emoción me desbordaba, fue entonces que sentí, por vez primera en mi vida, un calor intenso en mi pecho, nada desagradable, que me hacía sentir que caminaba hacia mí mismo, que ella era yo y que a la vez, yo era ella.
No faltaban más que unos pasos para llegar a nuestro encuentro, pero, de repente, sin avisar, ví que salía corriendo, y casi inmediatamente salí detrás de ella. Tuve que volverme rápido a mi vereda, ya que un auto estuvo a punto de arrollarme.
La corrí con toda mi furia dejando atrás la farmacia, pero no pude seguir mucho, ya que ella se desvaneció en el aire como el humo al pasar Estado de Israel.
Estaba atónito, no me entraba en la cabeza, había desaparecido, desaparecido delante de mis ojos. Volví desilusionado y triste, la había perdido.
En el mismo momento en que volvía a donde solo existía Córdoba, ella apareció de nuevo y, exaltada como yo, corrió a mi encuentro. Estaba cruzando la calle cuando un auto más bien pequeño casi me pasa por encima, salpicando de agua sucia la vereda de enfrente, y por lo tanto a ella. Me quedé atónito, el agua, como por arte de magia, quedó suspendida en el aire, frente a su cuerpo, frente a sus ojos.
Me acerqué a contemplar el espectáculo, pero en cuanto quise pasar al otro lado de la pared de barro mi nariz se estampó contra algo frío y duro, volví a mirar y era, en definitiva, un espejo.

Texto agregado el 17-10-2008, y leído por 80 visitantes. (0 votos)


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