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Como el viento sopla en las simas de una misma montaña, soplaba así, en esa calle desolada de mi niñez donde la neblina, el mar y el otoño eran eternos durante todo el año. Unos chicos cruzaban las heladas y desoladas calles, corriendo como gacelas jugando, volando en el aire, sin embargo la imagen no era así, y mientras los cuervos chillaban en las ramas muertas de los árboles, se podía divisar, con algo más de esfuerzo, a un pequeño niño de no más de siete años corriendo agitadamente, bailando desesperadamente como si la niebla fuera molestas lianas.
Cinco chicos un poco más grandes que la víctima perseguían a un niño de no más de siete años y a su perro, quienes corrían (o ahora era visible) impulsados por un corazón lastimado o engañado, que si bien piensa que es libre, solo se engaña a si mismo, por el deseo oculto en su garganta, que pide a sollozos como un pobre viejo, el amor del otro.
Así corrían, así morían, sin razón talvez, lentamente alcanzados por el tiempo, y mientras danzaban esa terrible escenografía, la imagen seguía: el pequeño corría mirando para atrás, sosteniendo su gorra, saltando los pequeños posos húmedos que escondía el suelo, que serían saltados más tarde por líneas de recuerdos, de vidas conectadas, unidas por metros, recuerdos, sentimientos y años, conectadas (al menos en ese momento) por una experiencia traumática.
El pequeño aprovechó el grito de un gato ahogado, que distrajo la vista de los otros cinco, para doblar por un atajo que solo el conocía.
Descansó sobre la pared de ladrillo oculto de un callejón incontinuo. Respiró entrecortadamente con el perro entre sus brazos. Se levantó; alzó la mano en una acción siguiente a la anterior, y la introdujo en su bolsillo sacando, no sin poco esfuerzo, una pequeña bolsa de seda blanca y sucia, deformemente hinchada por el objeto mágico y conciso que se encontraba dentro.
El niño se dispuso a recorrer el lugar, aunque solo por un “por si acaso”, ya que se dirigía (casi directamente), al fondo del callejón. Recorrió de punta a punta la pequeña pared deteriorada del fondo. Era imperfecta, pero no tenía agujeros, tan solo uno, casi en el medio, por el que el niño, curiosamente obligado por la unicidad de la imagen, se puso a mirar. Un árbol pequeño amanecía en una pequeña loma llena de niebla y piedras frías sabias como el mármol, aunque bellas solo como piedras. Un camino pequeño y débil le hacía de cola al paisaje, rodeando la imagen como serpientes grises e infinitas al horizonte.
La mano ambiciosa acariciaba el cuerpo sólido y furioso, introduciéndose cada vez más adentro de la bolsa, como en el sexo, como en el agua. Un rayo estalló a lo lejos. El niño sobresaltado escondió con rapidez la bolsa en el agujero, en su costado, dejando la imagen por la mitad, escupiendo hilos de seda al rozar el celoso ladrillo. Una vez que el viento calló, el niño salió de su cueva.
Aquel niño de antaño, con el pasar de los años, tuvo un niño (más pequeño que él), así, a su vez, ese segundo niño tuvo otros niños y no fue sino ciento veinte años más tarde que la bisnieta del primer niño se encontraba corriendo agitadamente por una calle desolada y fría, danzando desesperadamente como si la niebla fuera molestas lianas.
Tres chicos y dos chicas, un poco más grandes que la víctima, perseguían a una niña de no más de siete años y a su fénix de carne y plumas que salpicaba chispas, creando velas entre la niebla.
El grito de un hombre circuncidado distrajo las cabezas de los victimarios, y las víctimas aprovecharon a esconderse por un pequeño agujero que solo ellos conocían.
Descansaron sobre la pared de ladrillo oculto de un callejón incontinuo. Los dedos se manoseaban entre las palmas; se levantó.
La niña recorrió el callejón oscuro, e iluminada por las estrellas, fue acercándose con sigilosidad al final del corredor. No encontró nada, sin embargo, un destello de luz brilló en el centro de la pared final, y guiada por la curiosidad se acercó cuidadosamente.
La mirada se acercaba al pequeño agujero dándole cada vez más importancia. El ojo se hundió en el orificio. Una tela intacta resplandecía con una pequeña luz blanca, intacta a través de los años, se mostraba antigua y rasgada; unos hilos de seda sobresalían acariciando la piedra ¿Cuántos años habrá esperado en aquel frío lugar? Sin embargo, el blanco no lo ocupaba todo, y se divisaba, con algo de esfuerzo, un camino rojo, ya deteriorado que terminaba (si eso parecía ser) en un rostro, en una cara marcada de perfil, con una nariz prominente y absurda. Un gran rayo cayó por detrás del espectro, produciendo un grito desesperado de tortura y angustia, proveniente de un terror eterno, infinito e inmortal. La niña se apartó por el susto, y sin dudarlo, salió volando en su fénix con la sabiduría imperturbable de ya haber visto el infierno.

Texto agregado el 17-10-2008, y leído por 660 visitantes. (0 votos)


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