El secreto
Sé que lo sabía porque era imposible no adivinarlo. El aire se tensaba cuando nos encontrábamos casualmente en la cocina o en el living y el tiempo se detenía en un espasmo cómplice.
Yo me pasaba el día recordando esos instantes, saboreando su mirada detenida en mis pechos hinchados, evocando el roce de su mano, intencional, caliente, inmenso, cuando me acercaba a saludarlo.
Era lo que mi madre llamaría un “tipo de cuidado”, aficionado a los deportes extremos y la adrenalina, iniciado en los negocios dudosos y experto en la mentira fácil había llegado hasta nosotros persiguiendo una quimera que también le contagió a mi marido. Fueron íntimos una vez – los hombres nunca dejan de ser amigos aunque 20 años sean muchos- por eso y porque dormía hasta tarde lo dejabamos solo en casa. Julián se iba a trabajar a las 8 y yo tomaba el colectivo un poco antes para ir a mi oficina mientras lo imaginaba hurgando en mis cajones, abriendo mis placares, tocando los vestidos que dejaba para que él los viera y me imaginara adentro, con todas mis exhuberancias a su alcance.
Cuando volvíamos estaba trabajando en su laptoc todavía, perfectamente desalineado y con esa sonrisa fácil y entradora. Julián se sentaba a su lado y charlaban de bueyes perdidos, proyectos y mujeres con una complicidad que me daba celos. Yo fingía no prestar atención a esos dos hombres todo hormonas que llenaban el aire de sexo y mi mente de obscenidades. El uno, el mío, el que me gustaba desde siempre seducido por los planes del otro, puras endorfinas, puro entusiasmo, puros castillos en el aire.
Sabíamos que el sábado se iría temprano, una semana era mucho en su vida y seguro había alguien esperándolo en España, alguien que nunca se insinuó, alguien de quien yo no quería saber. Por eso el viernes me encontró encendida, ansiosa, con un revoltijo en la panza. Tardé más de la cuenta en volver de trabajar, había sido una de esas tardes esponjosas de verano y decidí regresar caminando, paladeando el aire fresco del atardecer y llenándome de perfumes de azar, tilo, jazmín, recordándome porque nunca me había mudado, porque siempre quiero volver a ese pedacito mío en el culo del mundo que es todavía barrio y que guarda los sonidos de mi infancia.
Cuando llegué a casa encontré las luces apagadas, Rita Lee tronando en el “home” y las carcajadas intensas de Julián. Estaban en la galería. El parque se veía precioso con los últimos reflejos del sol.
Me descalcé y fui con ellos, Julián me invito a sentarme sobre él y jugueteaba con mi pelo y mi cuello mientras hablaba, sus palabras olían a cerveza y desborde, sus ojos inmensos brillaban cómplices, yo podía sentir su instinto animal y supongo que me deje invadir. Sólo recuerdo las manos flotando a mi alrededor, la piernas, los labios en esa danza primitiva y sensual.
Muchas manos, muchas piernas, muchos labios y mi conciencia disipándose embriagada en sabores conocidos y sobrecogida de sabores nuevos.
El sábado se fue temprano. No pudimos saludarlo, y de algún modo fue mejor.
Amanecí enlazada a Julián y deseando su cuerpo todavía, empapada de imágenes perversas y con la piel inquieta.
Nunca volvimos a hablar de esa noche, de la frontera que empujamos, de los besos desatados y las huellas recorridas, pero muchas veces nos seguimos buscando con perfume a jazmín y tilo y nos recorremos con los sentidos ávidos y la complicidad del secreto. Puede que hasta se nos escape un piropo gallego o nos quememos bailando a Rita Lee.
A veces pienso, recordando ese verano, que es mucho el peso de vivir con un secreto, a veces me respondo, con la piel urgente, que ya no podríamos vivir de otra manera.
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