No creo que sea yo el único en tener miedo del dentista, la angustia que siento y padezco al visitar al odontólogo es inmensa y casi infinita. Ahora bien, acudí a la cita ese día pese a todo. La revisión periódica es para mí un acto insoslayable, máxime después de haber perdido varias piezas por mis malos hábitos de higiene bucal. Tengo que decir, por otra parte, que si bien nunca he cuestionado la profesionalidad de mi dentista, al menos cierto resentimiento he detectado en él respecto a mi persona. Quizás esté equivocado en esta apreciación –Aunque lo dudo–, pero a partir del día que le mordí un dedo, algo cambió en nuestra relación de médico y paciente. Referente a esto último, quisiera aclarar que el mordisco fue fruto de un accidente, ya que un servidor no tuvo la culpa de ser más rápido mordiendo que él retirando el dedo.
En fin, ahí estaba yo, sentado y con la boca abierta, y el dentista revisando mi dentadura al mismo tiempo que hablaba sobre el mal estado de ésta, y cómo no, opinando que la causa principal de mis males bucales era no otra que mis negligentes hábitos de higiene. Luego empezó con que yo ya tenía una edad, que ya no era un crío, que aprendiera a cuidar mi boca, que fuera responsable, que lo pagaría caro, que… que…¡Dios! y yo sin poder contestarle ni defenderme de aquellos ataques verbales a mi persona –Ya lo sé, soy demasiado susceptible y exagerado, seguramente no se pueda calificar de ataques verbales–. Es posible que, a veces, peque de ser excesivamente temperamental, pero aquél soliloquio que me regalaba el odontólogo me estaba torturando y crispando de mala manera. Huelga decir que, con la boca abierta, me resultaba imposible decir nada. Un calor corporal extremo me invadió de los pies a la cabeza, una sensación de agobio conquistó todo mi ser, empecé a sudar y un picor se extendió a lo largo de mi espalda. Ya no podía más, tenía que hacer algo y pronto, no soportaba ni un segundo más aquella situación. Así que, me levanté bruscamente del sillón sorprendiendo al dentista.
-¿Estás mal? ¿Qué haces? ¡No he acabado! –El odontólogo más que preocupado, estaba molesto por la interrupción que había sufrido su dogmático discurso.
-Aghhh… Aghhh… –Me puse de pie frente al dentista, incapaz de articular palabra, sólo lograba mascullar sonidos indescifrables.
–¿Qué haces? ¡No hagas el tonto y háblame! ¿Quieres dejar de hacer el idiota? –Los ojos del médico estaban inyectados en sangre, su rostro se había transformado en algo casi diabólico.
–Aghhh… Aghhh.. –Balbuceé con la boca abierta.
-¡Fuera de mi consulta! ¡Y no vuelvas! ¡No quiero verte más por aquí! ¡Ojalá pierdas toda tu dentadura y pases el resto de tu vida tomando sopas de sobre! –El dentista en un rapto de locura se había transformado en otra persona, estaba totalmente ido, había perdido el juicio. A empujones me echó de la consulta, pese a mis intentos de aclararle que no le estaba gastando una broma.
Salí a la calle con la boca abierta, no lograba cerrarla, era como si algo sólido e invisible me privara de mover mi mandíbula. Un cielo plomizo y amenazante de lluvia se cernía sobre mí mientras que un silencio sepulcral me envolvía. Mi mente ansiaba entender lo que me estaba pasando y sin darme cuenta las piernas me llevaron a una estrecha y lúgubre callejuela. Estaba nervioso y al mismo tiempo preocupado por aquella situación tan extraña, grotesca y embarazosa. Mis oídos entonces me alertaron de la proximidad de un creciente zumbido que turbó mis pensamientos. Surgió de la nada, en medio de la callejuela una inmensa nube de diminutas moscas negras avanzaba hacía mí lentamente. Alarmado y asustado di media vuelta para huir, pero no había escapatoria, por el otro lado aparecía un enjambre de abejas aproximándose inexorablemente en mi dirección. Aterrorizado y sin entender nada, caí de rodillas apoyando mis manos en el suelo, empecé a llorar. Una fina y fría cortina de lluvia comenzó a empapar mi cuerpo al mismo tiempo que mis lágrimas se mezclaban con las gotas de agua caídas del cielo. Intenté tapar la boca con mis manos, pero resultó imposible, éstas no se despegaban del suelo, era como si una malévola fuerza no me dejara liberarlas del firme. Las moscas y las abejas se unieron frente a mí y empezaron a meterse en mi boca sin poder evitarlo. La angustia y la repugnancia se mezclaron dando paso al miedo y al horror. Sólo me quedaba llorar deseando despertar de aquella pesadilla.
Y desperté, la pesadilla se rompió, estaba en la cama mordiendo la almohada mientras el zumbido del despertador me avisaba que eran ya las 8 de la mañana. Estaba sudando, con la mandíbula dolorida, seguramente hacía un buen rato que andaba mordiendo aquella almohada sin lograr cerrar la boca. Tenía que levantarme, no era cuestión de llegar tarde al dentista. |