Recogida la leña para el hogar la distancia hasta la casa se hace larga y la carga pesada. Camina todo lo deprisa que le deja su edad y su carga, y abre la puerta con dificultad. Como corredor de fondo a pocos metros de romper la cinta de meta, se dirige a la chimenea y deja caer de golpe contra el suelo la carga que le hace doblarse.
Se sienta en una silla de pita, baja y vieja, entre la leña y la chimenea. Sus manos arrugadas, curtidas, fuertes y acartonadas por la artrosis desatan el haz de leña. Sin prisas, como si de un ritual se tratase. Tira la cuerda a un lado y arruga un par de páginas de periódico. Las coloca con cuidado en la chimenea, como si desease que estuviesen cómodas, bien aposentadas. Elije las ramas mas pequeñas del haz y las coloca delicadamente sobre las hojas de periódico. Se levanta la boina, con la misma mano rasca su cabeza blanca y deja escapar un suspiro mientra vuelve a colocarse su boina. Prende fuego a las hojas del periódico.
Lentamente el fuego del periódico se alimenta de las pequeñas ramas y el alimenta el fuego con otras ramas cada vez mas grandes. Cuando el fuego es digno de calentar el hogar, le enfrenta las palmas de sus manos, como si desease ser el receptor de los primeros calores de esa chimenea. Sentado frente a las llamas, en su cara seria y arrugada el resplandor del fuego baila.
Su corazón frío y arrugado como su cara la rememora, aun joven y bella, danzando como el fuego, ardiente como sus llamas, cálida como sus ascuas.
Es la única vez que el viejo esboza una mueca parecida a una sonrisa. Vuelve a ofrecer las palmas de sus manos al calor de la hoguera y sigue con su mirada perdida, su corazón frío, esperando reunirse con ella.
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