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Las librerías de la capital tienen best sellers. Novelas infaltables en cualquier biblioteca. Libros modernos de política, de políticos que jamás politizaron. Historias de acá, historias de allá. En fin... Hasta libros infantiles tienen su espacio en estos locales.
Hay público para todo. Pero últimamente en las grandes librerías la gente sólo se interesaba, en su mayoría, por los libros de Omar Morotta.
Morotta era un escritor contemporáneo muy de moda. Sus novelas de suspenso eran la atracción de jóvenes y adultos. Su público se sentía tan atraído por sus obras, que la mayoría de ellos lo estaban esperando ansiosos esa mañana de abril.

Las puertas del auditorio del hotel céntrico aún permanecían cerradas. Decenas de personas se agolpaban en la entrada esperando a su fetiche literario. Éste, bajó del auto que lo traía, saludó a su público, e ingresó al edificio para ofrecer una conferencia de prensa prometida desde hace ya mucho tiempo. Sus seguidores y periodistas esperaban ese momento para preguntarle, no sólo de sus obras pasadas, sino también de su próximo y tan promocionado y esperado libro.
El público fue acomodándose de a poco. Muchos pelearon por los puestos delanteros de la sala. Otros se conformaron con estar cómodos y escuchar al maestro del suspenso nacional. Un escritorio con manta roja, un micrófono, una botella de agua y un vaso, lo esperaban delante de su gente para dar su charla. Al ingresar, el público se levantó y lo recibió con un amable y caluroso aplauso.
Más que una conferencia, fue una charla abierta acerca de sus obras más famosas: “El agujero en el techo”, “La trampa de las moscas” y “La soledad que te espera”. Obviamente, comentó eufórico que en su computadora estaba ya delineado su próximo libro que saldría a fin de año. Contó que la historia ya estaba pensada y que se trataba de un asesino serial muy despiadado. Además, añadió que recién la semana pasada comenzó a escribirla de a poco.
La gente disfrutó una hora y media de una charla más que interesante con su autor preferido. Le preguntaron de todo, y él no dudó en contestarlo. Al final de la conferencia prometió firmas y dedicatorias a todos aquellos que tuvieran un ejemplar de él en la mano. Muchos desprevenidos se quedaron con las ganas, mientras que aproximadamente unos veinticinco fanáticos hicieron cola para esperar su premio.
Pasaron de a uno por vez. Morotta les preguntaba el nombre y apellido, y un “con cariño...” se mezclaba de tanto en tanto con un “para un amigo...” o “con aprecio...” Su firma siempre al final cerraba la primera página de cada uno de sus libros.
Una de las últimas personas para firmar su ejemplar era un hombre de mediana estatura, de aproximadamente cuarenta y cinco años, con un pulóver gris escote en ve, peinado para atrás a la gomina y antojos de lectura sobre la punta de su nariz. Su predominante panza lo hacía bien gordo. Se acercó sin decir una palabra al autor y le dejó el libro sobre la mesa. Morotta lo miró cinco segundos, como sorprendido. Le hizo la pregunta de rigor que le hizo a todos y le preguntó:
- Por favor. ¿Cuál es su nombre?
El señor le dijo luego de unos segundos.
- Hugo. Hugo Rampotelli.
Morotta se quedó mirándolo por un largo rato. Estaba verdaderamente sorprendido. Su secretario, ayudante y, también en muchos casos, chofer, que estaba parado al lado suyo, se quedó observando la situación. Se acercó a su jefe y le dijo al oído en un tono medianamente elevado.
- Hugo Rampotelli le dijo, señor.
El autor salió de su estupor. Escribió su famoso “con cariño”, firmó y se lo entregó en mano a Hugo. Cuando Hugo quiso tomar el libro éste le retuvo el mismo y de dejo:
- ¿Sabe una cosa? Usted tiene el mismo nombre...
El fanático lo interrumpió con su voz gruesa y monótona.
- Sí. Ya lo sé. – y se fue con su ejemplar en la mano.
Omar Morotta se lo quedó mirando un largo rato, mientras su secretario le pedía por favor que atendiera a la refinada dama que se había acercado a firmar su ejemplar.
Desde ese momento Morotta no sabía lo que firmaba y escribía. Desde ese momento fue un trámite su parada en el hotel. Firmó, saludó, cobró su factura y se retiró en silencio. Subió al auto y se fue.

En el primer trayecto del viaje a su casa no dijo una sola palabra. Cuando su secretario lo vio tan preocupado le preguntó.
- Discúlpeme señor Omar. Pero desde la última parte de las dedicatorias, que usted esta como perdido en la nebulosa. ¿Qué le pasa?
- ¿Eh? – preguntó el autor
- Lo que le dije. Le repito mejor aún. Desde que ese señor gordo le hizo firmar su libro, usted está como anonadado. Como si hubiera visto un fantasma. ¿La conoce usted a esta persona?
- Cómo no lo voy a conocer. – Se quedó mirando por la ventana un rato y luego siguió su charla. – Es el protagonista de mi último cuento.
- ¿Cómo dijo? – pregunto estupefacto. - Quizá sólo coincide su nombre o su apellido. No dramatice, jefe.
- No sólo coincide su nombre y apellido. Lo que es peor aún. Su aspecto es el mismo: gordo, canoso, peinado a la gomina y anteojos de lectura. Es el mismo personaje que me imaginé.
- Mire. Para no dramatizar demasiado, las coincidencias existen y no hay otra. Siga adelante con lo suyo. A partir de ahora sólo imagine otra persona cuando escriba sobre ese personaje y punto. O directamente cámbielo y listo.
- Sergio, - a si se llamaba su secretario – usted sabe que eso es imposible. Una vez que me meto en un personaje y le doy nombre y apellido, me concentro en el cuento y no puedo volver atrás. Además, no quiero ser agrandado, pero en cualquier momento lo termino y esa será una de mis más grandes maravillas literarias.
- Bueno, pero...
- Pero nada. Por las dudas voy a registrar mañana mismo ese nombre para evitar cualquier juicio previo. Cuando lleguemos a casa llámeme al abogado para arreglar esto.
Mientras tanto en su rostro se le notaba la preocupación pero debía olvidarse rápidamente porque ese libro había que terminarlo lo antes posible.


Los últimos dos días no salió de su casa de campo. Se internó en el despacho y no paró de escribir para terminar el libro. Ya había hablado con su abogado acerca del registro de nombres.
Mientras descansaba en el sillón del living, cerca del hogar encendido, sonó el teléfono. Se acercó al mismo y atendió.
- Hable. ¿Quién llama?
- Por favor con el señor Omar Morotta.
- Él mismo. Quién es qué habla.
- Usted me recuerda. Soy Hugo Rampotelli.
En ese momento un escalofrío fugaz estremeció su cuerpo de pies a cabeza. No dudó en hacerse el desentendido del tema.
- Hugo ¿qué? No lo conozco.
- Me conoce muy bien. Es más, nos vemos todos los días en su maldito monitor.
- ¿Qué es lo que necesita? Mejor dicho, vamos al grano ¿Cuánto es lo que necesita? Para desaparecer, digo.
- Si me está hablando de dinero. Nada. Sólo le digo que usted es el culpable de todo esto.
- De qué me habla. Usted no tiene nada que reclamarme.
- ¿Ah, no? Fíjese usted mismo. Prenda el televisor y mire el canal de las noticias.
- Yo no voy a mirar nada. Usted no me va a decir qué es lo que yo... – sintió que colgaron el tubo del teléfono.
Atormentado, Morotta pensó qué es lo qué había querido decirle. Trató de llamar a su abogado o a la policía misma, pero antes prefirió encender el televisor y ver el canal de las noticias. En ese canal una reportera comentaba:

- “La policía esta buscando fervientemente al asesino de las dos ancianas acribilladas de manera insólita. Una de ellas fue crucificada encima de la cama y la otra acribillada en el pecho con una lanza casera, hecha con un palo de escoba.” - Siguió luego su relato. – “Además, vale aclarar, que el asesino dejo una nota escrita con sangre en la pared que decía: Morirás como Jesús.” “Se vincula al sospechoso con una secta religiosa encargada de sacrificios humanos. Para más información ampliaremos a continuación...”

Morotta apagó el televisor y el control remoto cayó al piso de madera tarugado. Se levantó lentamente y fue despacio, como un zombi, a la computadora del escritorio. Se sentó. Entró a sus archivos. Seleccionó el cuento en el cual trabajaba, y como si supiera dónde, paró en una de sus páginas. En ese párrafo decía:
“Tomó a las dos ancianas judías del cuello y las estranguló. Con una engrampadora, tomó a una de ellas y clavó sus manos en el ladrillo de la habitación justo por encima de la cama. El otro cuerpo aguardaba en el piso mientras Rampotelli sacaba filo al escobillón de la cocina. Luego recostó a la otra anciana en la cama y clavó el palo, como si fuera una lanza, en el pecho de la abuela. No tuvo más que escribir un lema, con la sangre de una de ellas que decía: “Morirás como Jesús”. Cerró la puerta y se fue, como siempre, silbando bajito una canción de iglesia”

Tuvo ganas de vomitar en ese momento. Pálido y perplejo no sabía qué hacer. Si llamaba a la policía lo vincularían con el crimen, y su nombre, que tanto había crecido en los últimos años, se mancharía en una abrir y cerrar de ojos. Su abogado no era lo más confiable que digamos, entonces pensó en su secretario. Lo telefoneó de inmediato.
- Sergio. Véngase urgente.
- Qué sucede, señor. ¿Se siente bien? Lo noto preocupado.
- Véngase urgente, le dije. Lo necesito en casa, ya.
Su secretario llegó en cuarenta minutos. Más rápido de lo que siempre habituaba a llegar. Al entrar a la casa encontró a Morotta sentado en el sillón del living con un vaso de licor en mano y la botella semivacía en el piso.
- Señor Omar. ¿Qué sucedió?
- Lo que le dije el otro día, Sergio. – Respiró hondo y lo miró a los ojos. – Acabo de crear un asesino.
Contó toda la historia con lujo de detalles. No obvio nada. Le mostró lo escrito y también vieron las noticias, esta vez ampliadas por un forense de la policía local.
Por suerte para ellos, no pudieron reconocer al asesino de las ancianas. Trataron de buscar juntos una solución al tema.
- ¿Y si es un loco de remate que leyó su historia de alguna manera?
- Imposible. Sólo puedo ingresar yo y nada más que yo. Con el tema ese del último plagio de uno de mis cuentos, puse clave a todo. Es imposible. Aparte te dije que es el mismo tipo que yo me imaginé en el cuento. Te repito. Creé un asesino.
- ¿Y si suspende el cuento?
Fue como si le hubiese dicho que entregara toda su fortuna al primero que se le cruzara por la calle.
- ¿Usted esta loco? Cómo, yo: Omar Morotta va a echarse atrás en un cuento. Si ésta no es la mejor historia que escribí en mi vida, pega en el palo. Todo el país espera este cuento. Aparte, - hizo una pausa corta mientras seguía bebiendo de su vaso - qué le digo a la editorial: Mire señor. Dejé de escribir porque hay un loco que me copia todo lo que escribo. ¿Está usted demente? Yo lo llamé para que me ayude a buscar un solución al tema, no para que me ayude a hundirme, Sergio.
- Tiene usted razón. Y a la policía no podemos meterla en esto.
- No. Olvídelo. A esto le doy una solución yo. – Pensó un poco y preguntó a su ayudante.- ¿Cómo está el tema del abogado? ¿Está todo arreglado? ¿Falta algo para aclarar?
- Mire. Está casi todo hecho.
- Como casi todo hecho. Tiene que estar hecho por completo.
- Bueno obviamente faltan unos retoques.
Miró por la ventana y vio un día espléndido.
- Déle marcha al auto que vamos al centro. En cinco minutos estoy listo.
Tomó su chaqueta, su gorra de visera gris, cerró la computadora y salió lo más rápido que pudo de ella. Subió al auto y se fue.

Sentado en el asiento del acompañante, Morotta hablaba con Sergio acerca de ese orate que copiaba su historia.
- Pero señor Omar. Se nota a la legua que alguien, que no es usted, tiene acceso a la computadora. – Morotta se lo quedó mirándolo por un rato.- No. No me mire a mí. Yo no tengo nada que ver con esto. Sabe muy bien que ni ingreso a su escritorio.
Omar se echó a reír.
- Déjese de joder, Sergio. Por usted pongo las manos en el fuego.
- Me quedo más tranquilo. – Respiró hondo. – Como decía anteriormente. ¿Y si este loco hace lo mismo que usted escribe en su cuento porque lo leyó antes? ¿Si copió el mismo nombre que el protagonista? Puede que este tipo esté engañándolo.
- Ahora que me lo hace notar. ¿Sabe que tiene razón? Estoy paranoico. Ese es el problema.
Rieron juntos y Sergio prendió la radio. Venían escuchando las noticias deportivas cuando un flash informativo interrumpió la programación habitual de ese horario.
“Ha aparecido nuevamente el maniático religioso que mutila a sus víctimas. En este caso un niño de aproximadamente diez años ha sido quemado a lo bonzo en el jardín de su casa. Lamentablemente los paramédicos no pudieron hacer nada, porque a su llegada, el niño ya estaba muerto. Para los investigadores quedó trabajo. Un lema, nuevamente realizado con sangre de la víctima, hay escrito en la laja de la pileta de la finca. La frase es clara y dice. “Como Abraham sacrificó su hijo ante Dios, yo te sacrifico a ti”.Ampliaremos en nuestro flash de las...”
Morotta apagó la radio. Sergio lo miró asombrado y le preguntó.
- No me diga que...
- Sí. Está escrito en el cuento. El Rampotelli de mi cuento tomó una frase de la Biblia donde Dios le pide Abraham que haga un sacrificio por él. Dios necesita que queme en la hoguera a uno de sus hijos. Abraham hace lo que el señor le dice, pero cuando está por prender la leña para quemarlo, Dios lo detiene y le pide que no lo haga, que simplemente quería ver si era capaz de confiar en él y que iba a hacer cualquier cosa con tal de obedecerlo. – Morotta se tomó la cabeza y prosiguió con el relato.
- En el cuento su victima es un niño rico y odioso por todos, de aproximadamente 10 años, donde espera que esté solo en su casa para actuar de inmediato. Lo duerme y lo estaca en el patio de la casa. Buscar leña y alcohol para encender la hoguera. Dios no aparece para pedirle nada. Entonces con un cuchillo hace un tajo en el brazo de la victima para tomar la sangre que necesita para escribir en el piso su lema final. Espera nuevamente el llamado de Dios. Éste no aparece. Entonces no tiene más remedio que quemarlo a lo bonzo.
- No lo puedo creer señor Omar. Vio que tengo razón. Rampotelli esta leyendo de alguna manera su cuento. Debe ingresar a su casa cuando nosotros no estamos y lo toma de su computadora.
- Imposible, Sergio. Imposible. Esa parte la terminé de escribir justo antes que me llamara a casa Hugo Rampotelli. O sea esta mañana.- Se notaban sus ojos llorosos con ganas de estallar en cualquier momento.
- Sergio. Da la vuelta y volvamos a casa. Voy a poner fin a esto yo mismo.
Su secretario hizo lo que su jefe le pidió. Volvieron enseguida a la casa del autor. En el viaje de vuelta a la cabaña el celular de Mortta sonó dos veces antes de atenderlo.
- Hola. – Atendió atemorizado.
- ¿Omar Morotta?
El escritor se dio cuenta enseguida quién era el que lo llamaba. Era nada más y nada menos que Rampotelli.
- Usted está completamente loco. Está matando mucha gente porque sí. Le pido por favor, no me atormente más.
- Le pido yo a usted, por favor. Por culpa suya mi vida cambió de la noche a la mañana. De ser un tipo común y corriente, a ser un asesino serial mentalizado en fomentar una secta la religión. Me ha arruinado la vida.
- No sé cómo mierda me hecha la culpa de todo esto. Pero he decidido destruir todo lo que he escrito y tirar por la borda el material que iba a hacerme famoso en el mundo. Ha conseguido lo que quería. ¿Quién lo manda? ¿La competencia? ¿Esos escritores frustrados que no se aguantan el éxito? Quédese tranquilo. Ha salido con la suya. Volveré todo atrás.
- Es imposible volver atrás. Yo ya soy un asesino que lo busca la policía.
- Y qué quiere que haga. Usted no puede implicarme en nada.
- Ya lo sé. Búsqueme un final y punto. Un final donde yo esté a salvo y no me culpen por nada.
- Ahora me va a decir cómo tengo que terminar mi cuento. Mi historia ya está en mi cabeza y su final ya está escrito, señor Rampotelli. – Cortó el teléfono.
Sus manos estaban temblorosas y sudaba como una canilla abierta. Llegaron a la casa y ordenó a Sergio que por favor lo dejara solo y que no hablara con nadie de este tema. Que pronto encontraría una solución a todo este problema.
Se dirigió al escritorio, prendió su computador y con su clave personal ingresó en su bendito cuento. Estuvo a punto de borrar todo. Toda su obra maestra que lo llevaría al estrellato. Pero, cuando estuvo a punto de ponerle fin a esta historia, un clic hizo en su cabeza. Se apoyó en el respaldo de la silla giratoria y pensó en voz alta.
- Ahora, bien. Si yo no termino mi cuento, estoy seguro que mi reputación caería estrepitosamente. Pero si yo lo termino, de la manera más ventajosa para mi, el fin sería de Rampotelli y el estrellato para mi carrera estaría cada vez más cerca. Terminaré con esto de la manera que más me conviene a mí. Yo soy el que mando y ordeno. Debo preservar mi futuro, a cambio quizá, de una o dos vidas más. Lo siento mucho Rampotelli.

La soberbia de Morotta era más fuerte que cualquier otra cosa. Él sabía que su objetivo sería un éxito de una sola manera: en el final del cuento debía deshacerse de Rampotelli para siempre. Su final lo tendría estipulado de manera más que siniestra. Pero antes debía encadenar los hechos para que el final sea verdaderamente atrapante. Por eso, de inmediato se puso a escribir el otro brutal ataque religioso.
Después de introducciones, descripciones y especificaciones en el cuento, Omar puso a escribir la escena donde seguramente, en pocos minutos, traería en sus manos un hecho real.
En su libro, Morotta escribió:

Hugo esperó el momento indicado para ingresar al edificio de la avenida. La mudanza de uno de los departamentos de la torre, ayudó a Rampotelli a mezclarse entre los mudadores. Tomó el ascensor y fue directamente al sexto piso donde vivía el gerente de personal de una empresa importante. Éste, habría sido el encargado de arruinar la vida de diecisiete familias en las cuales sus jefes habían sido despedidos injustamente de una fábrica de repuestos de automóviles. Para Hugo, ese señor merecía el castigo mayor. Con su bolso azul en la mano derecha ingresó al palier del piso sexto, se dirigió a la puerta B. Golpeó dos veces y luego tocó el timbre. Al atenderle del otro lado, argumentó ser el fumigador contra plagas del edificio. El hombre, un señor mayor de sesenta y cinco años aproximadamente, entreabrió la puerta. El empujón fue tal que el asesino ingresó sin pudor al departamento. Empujó a su víctima y cerró la puerta de entrada de un portazo. Pronto golpeó de un puñetazo al hombre y lo encadenó de pies y manos a la cama matrimonial. Por suerte se encontraba solo. Su esposa no llegaría hasta la noche y Hugo tendría varias horas para trabajar. Tomó de su bolso azul un látigo de seis puntas con anzuelos grandes y filosos atados en sus extremidades. Para que los gritos no sean escuchados por los vecinos del edificio, tomó un par de medias del cajón de la cómoda y se las puso en la boca de la víctima. Los azotes fueron treinta y ocho. Lo suficiente para que su espalda sangrara como un volcán en erupción. Aprovechó la sangre del hombre para escribir sobre una de las paredes de la habitación: “Jesús fue azotado por inocente. Tu has sido azotado por culpable”
Hugo cerró la puerta del departamento B, tomó el ascensor y salió sin ningún problema del edificio silbando bajito, sin que nadie lo viera.
Al llegar a la casa la esposa del gerente de personal, gritó de desesperación y se desmayó al ver totalmente desangrado a su marido sobre la cama matrimonial de su cuarto.


Morotta terminó de escribir la última palabra de esta trama del cuento y se estremeció de golpe. Sabía muy bien que podría estar causando otra muerte con su capricho de escribir y terminar el cuento de la mejor manera. Pero había algo que realmente lo regocijaba: que en cualquier momento podía deshacerse de Rampotelli en un abrir y cerrar de ojos. Ya tenía un final elegido para él.
Se levantó del escritorio con la intención de tomar una o dos aspirinas para calmar el dolor intensivo de cabeza que tenía. No se animaba a encender la radio o el televisor. Pero la tentación era mayor aún.
Estuvo casi una hora esperando que las noticias dieran algún crimen vinculado con el maniático religioso. Sentía la frustración por dentro pero a la vez sentía la alegría de que no hubo otro asesinato por culpa suya. Pero antes de apagar el televisor una información de último momento daba el noticiero.
“El maniático religioso ha efectuado otro crimen perverso. Un hombre de aproximadamente sesenta y cinco años ha sido encontrado en su casa, desangrado en la cama. Los azotes que le ha dado el asesino fueron con elementos cortantes en la punta del látigo y ha provocado heridas importantes en el cuerpo de la víctima. De esta manera el hombre, se dice que era un gerente de una empresa importante, ha fallecido camino al hospital. El maniático ha dejado otro mensaje escrito con la mismísima sangre de la victima. Este mensaje dice: “Jesús fue azotado por inocente. Tu has sido azotado por culpable” Pero no todo está perdido para la policía que ha encontrado una punta en todo esto, y es que esta persona no estaría actuando sola. Hay un cómplice. Ampliaremos más adelante...“

Morotta tenía un enorme sentimiento de culpa por el crimen cometido. Ahora era participe de un asesinato. Aunque él no lo hubiese hecho, lo había premeditado. Sabía muy bien que si le ponía fin a esto, rápido todo terminaría. Pero su fama pudo más que un par de asesinatos más.
Tratando de buscar una solución lo antes posible, Omar se sentó frente a la computadora para terminar una vez por toda con toda esta locura que él mismo creo. Mientras se preparaba a hacerlo el teléfono de la sala comenzó a sonar. Morotta sintió el mismo escalofrío de siempre Tuvo miedo de atender, sabía que Rampotelli estaba del otro lado de la línea. Esperó que el contestador automático atendiera por él. Al correr la cinta la voz de Rampotelli, decía:
- Morotta. Sé que está allí. Atienda. Sé muy bien que acaba de ver al noticiero. Sabe muy bien lo que acabamos de hacer.
El famoso escritor levantó lentamente el tubo del teléfono de la sala y contestó.
- Qué es lo que quiere ahora... Estaba tratando de de dormir un poco y usted me molesta. Si sigue con esta locura llamo a la policía. – Trató de amenazarlo.
- No hay ningún problema. Llame a la policía. O mejor dicho, no se preocupe que yo mismo voy a verla. Estoy cansado, quiero entregarme. Estoy arto de esto. Ah, y no se preocupe que pronto lo llamarán a usted también.
- No. Espere. No corte. Usted conoce mi fama. Soy uno de los mejores escritores del país. Todo el mundo hablaría de este caso. Sería el fin de mi carrera. La ruina total. ¿Cuánto quiere para desaparecer del país? Yo conozco mucha gente que podría ayudarlo a salir de la frontera sin ningún problema. Usted ponga el número que necesita.
- Mire Morotta. Creo que usted no entiende muy bien. Le vuelvo a decir que yo tenía una vida tranquila hasta que usted apareció. Usted me arruino la vida con su novela de mierda.
- Ok. Ya tengo la solución. Cambio el nombre suyo y todo se olvida.
- Usted me está cargando. Tengo cuatro muertes cargadas en mis espaldas y usted me dice que cambia el personaje y listo. Evidentemente no entiende la gravedad del asunto. Me busca la policía, la interpol, los militares..., hasta los bomberos, señor. Pero no se preocupe, pronto me agarrarán y sabrán la verdad.
- Jamás podrá vincularme.
- Eso puede ser. Pero sí puedo arruinarlo para toda la vida.
- Déjese de joder y dígame cuánto quiere.
- Sólo quiero que busque un final coherente en su historia. Un final donde me pueda ir bien lejos con mi familia. No se lo pido como una orden sino como un favor. Porque si ya me llevé cuatro vidas puedo llevarme cinco. ¿Entendió bien?- Rampotelli dio su ultimátum y cortó la comunicación.

Morotta estaba fuera de sus casillas. Tomaría la decisión de buscarle un final a esta historia. Podía sacar del país al maniático y listo: entonces en su libro sólo habría crímenes sin resolver y asesino libre. Resultado: una mierda. La gente quiere justicia.
El escritor tenía todo planeado. Su mejor historia estaría en el punto culminante: la muerte de Rampotelli por otra secta religiosa.
Eso sí. Lo antes posible debía escribir el final de la novela. No podía permitir que la policía le ganara de mano si encontraba a Rampotelli. Necesitaba fuerza y vigor para escribir toda la noche. Tomó de su licorera llena de vodka y comenzó a escribir. Omar sabía muy bien que con un poco de alcohol las ideas salen más rápido y son más alocadas que de costumbre. Buscó finales, escribió, borró, volvió a escribir y volvió a borrar. No podía encontrar el final no sabía cómo terminar su novela. Pero lo que nunca supo era que el cóctel de aspirinas y vodka lo voltearía para toda la noche. Evidentemente escribió tres o cuatro páginas y cayó rendido sobre el sofá del estudio. Estaba tan entregado al sueño, que jamás percató que su computadora había quedado prendida. Más aún, nunca supo que su cuento estaría abierto a cualquier intruso. Un intruso con nombre y apellido: Hugo Rampotelli, que esperó el momento preciso para ingresar a la casa de Morotta y hacer lo que verdaderamente siempre quiso hacer, dejar de ser el protagonista de un cuento.


El rayo se sol del amanecer se clavó en los ojos del escritor. Miró el reloj de la cómoda y decía seis y cuarto de la mañana. Morotta no podía creer que se hubiera quedado dormido justo ahora. Necesitaba terminar su cuento lo antes posible. Fue a la cocina a preparar un café bien fuerte para despejar la cabeza, y prendió la radio para escuchar las noticias. En el compacto informativo de las seis y media, hablaron del maniático religioso y contaron que todavía no habían podido agarrarlo, pero que estarían cerca de hacerlo. Omar debía poner manos a la obra y terminar de escribir esa mañana todo su cuento. Se sentó en la silla del escritorio con su taza de café negro, sacó el protector de pantalla y leyó el último párrafo que había escrito y se dio cuenta de algo muy particular cuando seguía la lectura: había algo en su novela que él no escribió. Alguien se había entrometido en su escrito. Se puso a leer la última parte del cuento y decía:

“Todos en la ciudad ya sabían muy bien que el autor material de los hechos era Rampotelli, pero el verdadero asesino era un asesino de las palabras, el escritor famoso que quería hacer su fama a costa de otros. La policía estaba muy cerca de resolver el hecho. Es más, el autor había escuchado el informativo bien temprano por la mañana y sabía muy bien que los tenían acorralados. El autor se dedicaba a escribir el final del cuento lo antes posible para culpar solamente a Rampotelli de los hechos salvajes. Pero cuando éste se dedicó exclusivamente a escribir, el maniático religioso clavó un cuchillo en su espalda. El café se volcó sobre el teclado. El final quedó escrito y los crímenes de las cinco personas, entre ellas un escritor famoso, quedaron sin resolverse. El final estaba marcado con una frase escrita con sangre que decía: “Dios existe y es justo”

Cuando Morotta terminó de leer el último párrafo del cuento vio que la taza de café estaba caída sobre el teclado de su computadora, pero también notó que la sangre brotaba de su espalda era suya y caía sobre la silla y luego sobre el piso. Rampotelli había hecho lo que estaba escrito. Al fin de cuentas “Dios existe y es justo”. El final estaba escrito.


Dos meses después...

Las librerías del país estaban atestadas de gente. Cuando se abrieron las puertas todos se volcaron sobre el libro más esperado en los últimos tiempos: “El final estaba escrito” del difunto y asesinado Omar Morotta.


FIN

Texto agregado el 17-10-2008, y leído por 313 visitantes. (0 votos)


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