Cierto día pregunté a mi madre: “¿madre, a los conejos no les importa si se les da zanahoria rancia todos los días?” Ella se sonrió y halagó mi inteligente pregunta, añadiendo que era yo el único animalillo que detestaba los vegetales y las repeticiones; yo no tuve argumentos para defender mi burlada posición de niño engreído, y estallé en carcajadas junto a mi madre. Luego, ambos olvidamos el tema y abandonamos el huerto; ya era hora del muy esperado almuerzo. El la mesa me esperaba un banquete de lo mejor: un tiradito criollo (de entrada), arroz con pato (parte pecho), salsas al gusto, y de postre, arroz con leche, me quejé de la repetición a mi madre, pues un día antes se comió lo mismo de postre, pero el lío podía repararse con un baso de chocolatada y una deliciosa torta.
Tal recuerdo, se me vino a la memoria y al gusto con tal precisión que arrojé el veneno, y supuse que la vida, tenía su sabor y merecía vivirla, además, aquel insecticida, sabía a estiércol añejo.
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