La carta estaba ajada y amarillenta de tanto contacto con aquellas manos , que con ansias la doblaron y desdoblaron cientos de veces.
Manos que se aferraron al respaldo de la silla, temblorosas, húmedas de sudor, casi rígidas por el rencor, el dolor, el miedo, la angustia, pero que en ningún momento, dejaron de sostener aquella carta.
Ni siquiera cuando sus pensamientos se convirtieron en algo tan denso.
Denso, como aquel instante en el cual el tiempo se había desvanecido, para convertirse en un intrincado laberinto que parecía no tener salida, había probado todas las puertas, pero salir, le resultaba imposible.
Sus ojos buscaron todo posible resquicio de luz, pero el leer y releer aquellas letras, lo habían llevado a sumirse en la oscuridad total.
Esas frases, aparecían en su mente en todo momento, cada letra, cada punto, cada acento era un puñal clavado, como si esas letras, hubieran sido escritas con su propia sangre.
Deseó no haberlas leído nunca, maldijo el momento en que lo hiza, se maldijo a sí mismo, por no tener el valor suficiente de partirla en mil pedazos,o de arrojarla al fuego, o ni siquiera haberla leído.
Pero ya era tarde, no podía quitar esas palabras de su mente.
Ya había experimentado la desazón, y esas letras, se habían grabado a fuego en su alma, en su corazón, en su propia carne.
Sentía que la carta le quemaba en las manos pero no podía deshacerse de ella.
No pensó, fue sólo un reflejo, pateó la silla, y sólo en los espasmos de aquel cuerpo pendulante, sus manos crispadas por la asfixia, dejaron caer la carta. |