Risas, la señal inequívoca de que hay un grupo de personas pasándola de maravilla. Principalmente cuando es para celebrar en el único día en donde se es completamente permitido ser todo un egocéntrico. Los globos adornando las esquinas de la pequeña casa, el caótico movimiento de pequeñuelos corriendo a diestra y siniestra, mientras los adultos disfrutaban de una conversación amena.
Los últimos invitados hacían su llegada a tan importante festividad, entre ellos el abuelo Ernesto. Su arribo en su pequeño vocho blanco hizo su anuncio por medio del ronco motor. Se estacionó meticulosamente frente al jardín de la casa. Apagó el automóvil y cerró con paciencia su ventana. Sonrió al ver tantos niños en la fiesta de su nieto y volvió a ver el regalo que descansaba en el asiento de atrás.
El presente ocupaba los dos campos del espacio posterior. Cubierto por un atractivo papel lleno de los personajes de la caricatura del momento en diferentes situaciones jocosas. Un gran lazo azul terminaba de adornar aquel gran detalle. Ernesto lo tomó con cuidado y haciendo un pequeño esfuerzo lo levantó y sacó del carro.
El padre del cumpleañero observó al abuelo acercarse a la entrada, y salió a ayudarle con el regalo. Conversaron sobre las anécdotas que ya habían ocurrido ese día con el joven Adrián. Levantado desde casi el momento en que el sol decidió asomar su rostro en medio de las montañas. Correteando por todo lado, husmeando en todos los rincones con la esperanza de encontrar sus regalos.
Pasaron a la sala donde ya una pequeña montaña de presentes dominaba la mesa. No tanto por tamaño sino por cantidad. Ernesto puso con cuidado el suyo en el poco espacio disponible. Entre todas las correrías, Adrián pasó y vio la gran caja envuelta. Su mente se llenó de posibles opciones que representaran el contenido. Alguna consola de videojuegos, tal vez, o controles especiales, un volante, u otro control adicional.
La madre llamó a todos y los reunió en la sala, e inició el clásico ritual del cántico al cumpleañero. El orgulloso papá hacía su entrada en la sala con el delicioso postre lleno de azúcar. Una candela con la forma del ocho adornaba la parte de arriba. La imagen que mostraba en su parte superior era la de un héroe de uno de los últimos juegos de vídeo que había salido ese año y estaba de moda entre todos los infantes.
Finalmente el dulce manjar llegó a la mesa, Adrián aprovechó el final de la cantada y consecuente aplauso para soplar a la pequeña flama que consumía el ocho de cera. Dio una rápida mirada a todos los invitados, pero se concentró en la montaña de regalitos que había a la par. Ya no había nada que detuviera el abrir de presentes, y finalmente los secretos que eran resguardados por mensajes de Feliz Cumpleaños quedarían libres.
Durante los siguientes veinte minutos el constante romper de hojas acompañado de los comentarios de lo lindo que estaba el regalo llenaron la estancia. Juegos de vídeo, figuras de acción, uno que otro insensato regalo de alguna camiseta o medias, hicieron su aparición poco a poco. El turno llegó finalmente a la gran caja de don Ernesto.
Sin nada de delicadeza, Adrián arrancó el lazo, la primera traba a la sorpresa. Poco después lo acompañaron varios pedazos del papel de regalo, posándose suavemente después de un movimiento violento. La caja iba mostrando que tenía color amarillo, no parecía muy adornada y llena de los colores eléctricos que eran prácticamente la obligación de cualquier juguete moderno, pero podría ser un engaño, pensó el niño.
Finalmente el contenedor quedó libre, era relativamente pesado, se escuchaban varias piezas sueltas, Estaría roto? cruzó por su mente. Ojalá no fuera así, pues tenía pereza de esperar a que su abuelo o sus padres fueran a cambiarlo. La caja no mostraba más que una sencilla portada y lo que parecía ser un edficio hecho de, pedazos de madera?
Abrió la caja, y con bastante decepción encontró que esta estaba llena justamente de pedazos de madera, cuadrados, redondos, uno que otro triangular, pero no habían juegos de vídeo, ninguna consola. Que clase de broma era esta? Su abuelo sonreía, como si fuera la gran gracia. Pero Adrián no veía ninguna en esa caja de material de chimenea.
Cerró con la misma rapidez y la puso sin mucha delicadeza aparte, y siguió con la tarea de terminar de abrir los regalos, esperando que no se encontrara con otra decepción así. El abuelo Ernesto, con sus años de experiencia, no pudo dejar pasar el aguijoncito que se le había clavado en el corazón. No era la primera vez que veía esa reacción en el infante y el mensaje era claro, no le había gustado.
La fiesta dejó de tener tanta gracia para él y aunque disimuló frente a Adrián cada goce que veía con cada nuevo disco lleno de diversión electrónica, no podía dejar de pensar en el hecho de como ya un juguete que le había dado tanta diversión en su juventud ahora era visto como algo aburrido. Era el marco del cambio de época, ahora los intereses de la niñez actual estaban ligadas a pantallas y personajes virtuales, nada se podía hacer.
Con la retirada de los primeros invitados, el abuelo decidió también irse, aduciendo que se sentía un poco enfermo y que era preferible evitar al terrible sereno del atardecer. Se despidió cariñosamente de Adrián, pues el joven ya se había olvidado del terrible regalo, estaba demasiado entretenido entre tanto jueguito moderno y disfrutándolo con sus compañeritos de escuela.
Varios días pasaron, unos cuantos regalos atrasados y abrazos de familiares que pudieron liberarse hasta la semana siguiente, Adrián se encontraba ya terminando el segundo juego que le habían regalado. Había presentado un reto, lleno de bichos y tesoros secretos, y finalmente se encontraba ante el colosal jefe final. Había soltado un par de golpes ante el máximo villano, cuando la tragedia arremetió. Las luces se esfumaron, la pantalla se volvió un simple punto para luego desintegrarse. El silencio invadió la habitación.
Se levantó inmediatamente, revisó las conexiones y inútilmente oprimió el switch en varias ocasiones para ver si la luz regresaba. La frustración lo dominó, justo ante el bicho final la electricidad decide darse un descanso. Como siempre los apagones en la época lluviosa eran la orden del día y al menos un pasarían un par de horas antes de que volviera. La lluvia, que golpeteaba en las ventanas, probablemente atrasaría los trabajos de reparación.
Adrián trató de no desesperarse y empezó a buscar entre las cajas para buscar los vídeojuegos portátiles. Finalmente encontró uno que no había terminado y lo puso en el gameboy. Lo activó, pero no hubo reacción aparte de una lucecita indicando la batería baja. Claro, había estado jugando en el recreo y una que otra clase y no lo había puesto a recargar.
Eso lo dejaba sin nada con que entretenerse, sin caricaturas ni videojuegos, que se supone podría hacer un jóven. Se puso a escarbar entre los juguetes viejos, esperaba encontrar algo, de preferencia con baterías, que tal vez pudieran tener alguna carga para entretenerse un rato. La suerte no lo acompañó, o las baterías se habían vencido, o estaban sin carga. Entre todo el desorden, vio la caja de maderos que le había dado su abuelo.
La curiosidad lo dominó, y viendose ante pocas opciones, decidió darle una oportunidad. Abrió lentamente la caja y sacó poco a poco las piezas sueltas. y las separó en el piso. Un pequeño manual, con varias fotografías estaba en el fondo. Las imágenes bastante sencillas mostraban algunas contrucciones hechas con los tuquitos.
Con un poco de trabajo, pudo realizar la mayoría de las figuras que venían en el folletito. Pero una parte de la mente de Adrián, había empezado a construir diferentes métodos para mejorar la estructura o el como se veía. En poco tiempo había logrado construir una ciudad, y había incluido los enpolvados carritos miniatura que le habían dado en años anteriores.
Los siguientes días, ese pequeño entretenimiento consumió muchas de las horas dedicadas a caricaturas, o juegos. Se entretenía a veces imitando algún castillo que hubiera visto en la tele, y en otras modificándolo. Y cuando se aburría, desarmaba todo y construía la figura que de pronto sirviera más para lo que quería jugar.
Un día tomó todas las piezas y poco a poco, formó un edificio con el que había soñado después de leerse uno de los cuentos de fantasía. Era una hermosa torre, y aún con sus formas básicas, trató de llenarla de curvas y partes que él se imaginaba en movimiento. Le llevó la tarde y parte de la noche, la torre superaba su tamaño y había tenido que usar una silla para colocar las últimas piezas.
Años después, esa pequeña inspiración de madera, se veía por lo alto de la ciudad, una concentración de gente se reunía para ver su inauguración. Un arquitecto de nombre Adrián Benavidez recién acababa de terminar el discurso, tomó unas tijeras y cortó el listón con el que se restringía la entrada al nuevo edificio.
Poco después de la fiesta, el profesional llegó al cementerio. Salió de su automóvil y se dirigió adentro del recinto. Después de caminar unos cuantos metros, llegó finalmente a una tumba. Puso unas flores encima de la tumba de concreto. Una lágrima recorrió su rostro. Leyó una vez más la frase que se leía en la lápida: "A Don Ernesto, gracias por darme la oportunidad de soñar". Observó el horizonte, el sol daba los últimos rayos a la Tierra antes de finalmente descansar por la noche. Todas ese esfuerzo de años, había iniciado con un simple regalo de la infancia.
Y en un cuarto, una niña se entretiene con un juego de armar. Un padre, decide ver lo que hace su pequeña princesa y observa lo que parece ser una nave que todavía no ha visto su nacimiento en nuestro planeta. Con una mirada hacia la ventana, la joven observa su futuro en las estrellas.
"La imaginación, no necesita de baterías para entretener" (Xavier 2008)
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